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El abuelo, el mejor compañero
Autor
Camilo Valverde Mudarra

 

Los abuelos personifican el concepto de vida plena; han visto nacer esos niños de sus hijos en un ambiente austero, pero alegre y responsable, cargado de amor. Ese amor de la maternidad y de la paternidad ya cumplidas y ahora renovadas, se expresan en sus sentimientos serenos y libres embalsamados de ternura repetida. El nieto disfruta de una manera dulce el aspecto amable de la existencia del abuelo; recibe altas dosis de su agrado, que, al no tener la total responsabilidad que recae en los padres, las derrama con profusión. El nieto puede llegar, siempre entre el respeto y la distancia de la edad, a intimar con los abuelos; más que como personas, los ve como una institución, pero en una relación cercana y afable que trasmite un sentimiento de felicidad y e inunda de un amor hondo y tierno, inmanente e inexplorado.
          El nieto es la ilusión del abuelo, el centro de su cariño tierno y algo permisivo, hasta desmesurado e incontrolable, frente a la autoridad de los propios hijos. Los nietos son la última oportunidad de rehabilitar su afecto. Pero, el abuelo, como el padre, no debe caer en la permisividad; conceder todos los gustos al niño, es un gran error, no se le ha de acostumbrar a conseguir las cosas con facilidad y sin esfuerzo; la pronta blandura y la desmesurada complacencia le causan un gran daño; esa excesiva dádiva, procedente de la falsa idea de tenerlo contento, de ganarse su afecto, de ceder egoístamente y darle lo que pide para que no moleste, o a causa de las rabietas, es una actitud totalmente nociva para el futuro de los niños; habituados a lo fácil, a satisfacer, sin ningún mérito por su parte, todos sus deseos, instintos y caprichos, serán adultos veleidosos, malhumorados y propensos a la delincuencia, hombres ociosos, débiles e irresponsables; no tendrán consistencia en su vida espiritual ni social.

          La relación padres-hijos ha de estar basada en un amor intenso y sacrificado. Sin disciplina y regulación se encontrarán desprotegidos frente a los ímpetus azarosos que el dificultoso devenir del tiempo les va a presentar. Los padres han de tener el valor de saber exigir, enseñar a desprenderse de los gustos, a prescindir resueltamente de las cosas y comodidades innecesarias, con lo que les harán ver que los bienes terrenos son pasajeros, un simple medio de vida que no merece el apego del corazón. Lo contrario es deseducar. El objetivo está en fortalecer, por medio de hábitos, el cultivo de las virtudes humanas y morales. Los padres, que son los únicos responsables, han de calibrar e imponer los criterios educativos con constancia y decisión, aunque les cause dolor.

          Es cierto que se aprende a ser hijo, cuando se llega a ser padre y se aprende a ser padre, al ser abuelo. Todo anciano es abuelo, padre, o solitario navegante de singladuras renovadas; llega a la atalaya de la vida con su morral repleto de más azares del pasado que del futuro. Pero ese resto del presente ligado al incierto porvenir, aún lo anima e incita a proseguir. Y se alza, se aferra y avanza con esperanza, con su fe en la providente voluntad del Padre, que lo sostiene. El anciano es el mejor compañero de travesía. El nieto, a su sombra, aprende los entresijos de un largo caminar por la vida; al ir reanimando los íntimos resortes de su memoria, surge el consejo preciso, la vivencia instructiva o la solución conveniente, que iluminan las dificultades y previenen los escollos, que afrontados desde la experiencia y la responsabilidad, orientan al que siente su inminencia y desconoce las aristas ardientes de los problemas, para él nuevos y casi irresolubles. El joven, quizá, es quien más necesita acercar sus inquietudes al aliento del abuelo; en su impulso juvenil, es propenso a plegarse a los modismos y novedades, a pensar que se puede triunfar con facilidad, que el obstáculo se puede vencer al instante, que la riqueza lo resuelve todo e impide la adversidad. El anciano, desde la solera de sus vejeces, sonríe y cavila; él sabe muy bien que el dios manmón no trae la felicidad, que la única verdad está en la palabra del Maestro Bueno, que el gran valor está en la caridad expuesta en el Evangelio (Jn 13, 34-35) y la epístola de San Pablo (1 Cor 13,1ss), porque “la caridad es eterna”. Y porque lo sabe, le explica que el mayor tesoro es la honradez y la responsabilidad, la disciplina y el esfuerzo, la entrega y el sacrificio.       

          El joven es pasión, desborde e imprudencia; el anciano, sensatez y serenidad. Los embates y vaivenes del diario bregar, al percibir los rigores del entorno y la tenaza del fracaso, posiblemente produzcan el desaliento y el desengaño, ya deshojada la lozanía del brío joven; ahí, en ese momento, se hace imprescindible la suave presencia moderada de los abuelos que restaña heridas, descubre recursos, provee luces e instrumentos para entablar batallas certeras, afrontar el vendaval y acometer la reedificación sobre el deterioro.

          A su vez, el abuelo necesita del nieto, necesita su compañía, caminar de su brazo. Es su asidero, su ilusión cumplida, el bálsamo tierno de quien lo quiere. El anciano dispone de la amplitud del tiempo, gusta conversar, contar y charlar; quiere alguien que lo oiga y escuche, tiene el gozo de sentir la risa junto a él, de notar la atención y el calor del beso y el abrazo y hasta, en su morosa lentitud, intervenir, emprender faenas y proyectar iniciativas.
          El mundo avanza sobre los fundamentos que las generaciones sucesivas han asentado. Cada generación progresa acogiendo y desarrollando los logros que le legó el pasado. La fe, el amor y la esperanza, que nuestros abuelos y padres mantuvieron y nos inculcaron, son los cimientos que nosotros, guardados celosamente, hemos de devolverles en su ancianidad, e inyectarlos en nuestros hijos y convecinos con satisfacción y sin descanso. «Al atardecer, brillará tu existencia más que el mediodía, tu obscuridad lucirá como la aurora; vivirás confiado en la esperanza, y aun confundido, caminarás tranquilo» (Job 11, 17-18).

          Es preciso incendiar el mundo del amor de Jesucristo e inundarlo de paz y justicia. “Mi paz os doy, mi paz os dejo” (Jn 14,27); amar la paz, extender la paz e imponer la justicia es el cometido del cristiano.

 
 Fuente:

 autorescatolicos.org

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