Regresar
El abuelo, predilecto del Padre
Autor
Camilo Valverde Mudarra

 

El abuelo es el aciano que viene de una larga existencia. La ancianidad conlleva el paso del tiempo, la pérdida de muchas afecciones y afanes, la nostalgia de muchos que ya se fueron y dejaron su recuerdo y abandono. Es el final del peregrinaje terreno, que ya siente cercano.

         La vejez no es una etapa cómoda de la vida; poco a poco, van apareciendo los achaques con la progresiva pérdida de fuerzas físicas y morales: inteligencia y voluntad, la inercia de todo aquel quehacer y el rechazo y desprecio que implanta esta sociedad inhumana. Es inevitable envejecer, pero la gracia de Dios providente, el espíritu de superación y la continua lucha personal retardará o mitigará el derrumbe de la vejez.

Si la juventud, periodo de sueños que difuminan los contornos de la realidad, es tiempo de promesas y de esperanzas, la ancianidad es momento de recuento, de evaluación, de repaso y de encuadre objetivo de la conciencia. Es, contra lo que hoy se cree, su magnificencia y su aspecto de más utilidad y grandeza; en su propia debilidad reside su mayor energía por efecto de la gracia de Dios Padre, siempre eficiente en sus criaturas.

         No se resuelve esta cuestión por la idea de Heidegger, de que el hombre es un ser “para la muerte”, un ser que llega a realizarse en la propia destrucción; puede pensarlo así, quien considere al hombre un ser arrojado por la amargura ser o del simple destino, sin dejar resquicio al “fiat” de la omnipotencia y sabia voluntad del Creador, que, junto con la consistencia física y toda su estructura, le infundió el alma inmortal, moldeada por la consciente acción creadora, capaz de conocer, de desear sobre lo efímero y de amar, amar para siempre, pues la caridad es eterna (1 Cor 13,1ss). El hombre se creó para la vida, no para la vejez o la muerte.

         La fragilidad inherente a la vejez, agudiza la clarividencia del desalojo de vanos afanes y el grado de humildad que entierra el malsano orgullo. El anciano en sus carencias, superados ya los fulgores y desvaríos de la mocedad, encuentra el sólido aplomo de la objetividad, vista con mesura y serenidad. Rememorando en su ancianidad las cosechas de la siembra en sazón, repasa el tiempo y los frutos recogidos. Da gracias a Dios que le ha permitido llegar a estas hazas, que pueden llenarle las nuevas trojes de otros bienes diferentes. Cierto que el dolor, la soledad, la sensación de impotencia le pesan y lo retan a diario a luchar y defender su parcela; a la vez, le impulsan a mirar, con sus cansados ojos, la vida, que aún se le otorga, lleno de ilusión y de imprescindible esfuerzo; por lo mismo, puede abrir el alma, bajo el aliento providente y cariñoso del Padre, Dios, a certezas intuidas y a verdades preeminentes.

         El hombre hecho a imagen de Dios y dotado de graciosa libertad, recibe el don de la vejez, innegable obsequio, para rehacer bondades y reafirmar convicciones superiores. Por tanto, mediante el sentido común, puede ser vivida con acierto o rechazada con desagrado; puede aprovecharse o desecharse. El hombre prudente tomará su alcuza bien provista de aceite; el superficial la habrá olvidado y dejado sin aceite e irá ajeno a su origen e inadvertido de su humilde y frágil condición de criatura; pero, siendo, sin duda, una etapa, tal vez, problemática, Dios está ahí, y misericordioso espera, solícito asiste e insistente llama a la puerta del corazón; es preciso darle una pronta respuesta de acogida mediante la libre decisión y predisposición.

         La vejez, pues, a pesar de las trabas, es una estación de dones y ganancias. En ella, encontrará unas puertas que se abren a la dimensión ascética, al sacrificio de Jesucristo que sube con la cruz y a resucitar al alba del tercer días; la gracia de Dios, Padre, reviste el alma con el traje del hombre nuevo e impulsa el aliento del Espíritu Santo para darle la fortaleza necesaria que lo lleve por las vías del bien a la santidad. Nuestro Padre es siempre propenso a lo débil, a lo pequeño, por ello, tiene una especial predilección por el anciano, el niño, el enfermo y el pobre, en los que se reconoce siempre al Mismo Dios. De ahí que Jesucristo se identifique en el pobre: “Déjala… que a los pobres siempre los tendréis con vosotros” (Jn 12,8), es decir, a mí siempre me tendréis en ellos; y que los llame felices: “Bienaventurados vosotros los pobres” (Lc 6,20). La misericordia de Dios, que vela por todas sus criaturas, protege y cuida, sin cesar, a las más olvidadas y oprimidas de un modo constante y misterioso, aunque no lo entendamos y nos parezca despreocupado de ellas. Ya lo dijo con energía el Maestro, al hablar del juicio final: “Venid, benditos de mi Padre, entrad en posesión del reino que os está preparado desde el principio de los días. Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber (...); estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; (...) En verdad os digo, cuantas veces se lo habéis hecho a uno de los más pequeños de estos mis hermanos, a mí me lo habéis hecho” (Mt 25,34-40).

El anciano forma parte del corazón de Nuestro Padre; del mismo modo, la sociedad actual, sacudiéndose ese hedonismo materialista y la deshumanización que la atenaza por su apego a los ídolos y al ateísmo,    puede y debe amar y valorar ese arsenal de incesante fortuna que tiene en los mayores; la realidad es que, hoy, los arrincona, los desecha y desprecia, son una carga, un estorbo; y, tristemente, vive alegre sometida por yugos  insoportables que la esclavizan a placeres desnaturalizados en frenesí insaciable del consumismo y relativismo.

Es obligación de estricta justicia devolverles todo el amor y tantas cosas que ellos entregaron con esfuerzo y dedicación durante su vida. Dieron mucho, todo cuanto tenían; y lo dan ahora, en el ocaso de su atardecer, con su presencia venerable, con su sufrimiento silencioso, con su palabra acogedora. Privar, a la humanidad, de los ancianos es tan bárbaro como privarla de los niños. Dios cuenta con los ancianos, para el bien de todos nosotros. Ellos siempre son útiles en lo humano y en lo sobrenatural. Forman parte del Cuerpo Místico de Cristo, lo enriquecen con su santidad, con su oración, con sus sacrificios. Ninguna vida es inútil para Dios y, mucho menos, la del que sufre física o moralmente, la que refleja con especial vigor la Cruz de Cristo.

Los abuelos, caminantes de vidas llenas por la gracia de Dios, al ofrecer, en acción de gracias, impetración, y reparación, sus sufrimientos junto a la cruz de Jesucristo, vienen a oficiar su «sacerdocio real», como dice el Apóstol (1 Ped 2,5). Su vida, así, se ennoblece en la vejez, en los días concedidos para el dolor y el desarrollo del espíritu hacia la estancias del cielo. Ellos son el cariño más desinteresado, el bálsamo de cuitas y dudas, el encanto de nuestro vertiginoso vivir perdidos en las diarias responsabilidades. Y, un día triste, es llamado y se va; entonces, ya  tarde, en el vacío, comprendemos la falta que nos hacían, que eran un inmenso tesoro, que su ausencia hiere y aturde.

La Virgen María, que envejeció junto al hijo que Jesús le entregó en la cruz, ruegue por todos nosotros, para llevar con alegría la ancianidad y dar nuestro amor a los abuelos.

 
 Fuente:

 autorescatolicos.org

Regresar