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La ancianidad
Autor
Camilo Valverde Mudarra

 

La Parábola del Hijo Pródigo, en la que la imagen del Padre, esperando con ansiedad y escrutando el horizonte con lagrimas de brazos abiertos, resplandece en toda su grandeza y belleza, se puede relacionar con la idea del abuelo, con el amor dadivoso del mayor en su ancianidad.  

         La longevidad siempre ha sido considerada un valor de salvaguarda; sólo, en tiempos de vacío moral y humano, se trata como un contravalor, se arrincona y se desprecia por una sociedad sumergida en el hedonismo y materialismo, que la inducen a desterrar la tradición y a ensalzar la tersura y la juventud. De ahí que, ya, en el A.T. se amoneste y se exija el respeto y la reverencia a la ancianidad: “Ponte de pie y muestra respeto ante los ancianos. Muestra reverencia por tu Dios” (Lev 19,32). En el Génesis 47,7–12, se dice que José llevó a Egipto a su padre Jacob con la edad de cinto treinta años. El salmista ruega a Dios que le descubra su fragilidad: “Hazme saber, Yahvé, mi fin y cuál es la medida de mis días” (Sal 39,5).

La vejez se mira en muchas ocasiones con desagrado y hasta con temor e inquietud. En las páginas bíblicas y en aquella antigüedad los pueblos y las familias guardaban reverencia a los ancianos, se les encumbraba y se les prestaba ayuda. Moisés, entre sus enseñanzas, infundió al pueblo de Dios la veneración y el respeto cuidadoso con los ancianos. Es relevante y ejemplar observar cómo en los pueblos asiáticos y gran parte de los europeos permanece constante esta costumbre admirable y tradicional.

         No obstante, el hombre siente nublarse su alma con inquietud y preocupación al acercarse a la ancianidad; tal vez, sabe que va a venir la fragilidad, que le asediará la vulnerabilidad. Ha temblado al conocer la estadísticas que muestran las artimañas de farsantes y depravados que fácilmente los maltratan, engañan y atenazan. La sociedad actual enajenada por la prisa y el consumo desconoce la tolerancia, no dispone de medios ni de tiempo para la decrepitud y la lentitud; el temor al asilo y al abandono se cierne, ante la inminente presencia de la vejez, con la garra de la negra ingratitud.

         La cálida palabra de San Pablo brinda saludable consuelo: “Por esto no desfallecemos, pues, aunque el hombre exterior va envejeciendo, el hombre interior rejuvenece día a día; porque el peso momentáneo y ligero de las tribulaciones, produce, sobre toda medida, un peso eterno de gloria” (2 Cor 4,16-17). La oportuna exhortación del Apóstol induce a desechar la preocupación por los problemas pasajeros, y poner la esperanza en la magnitud invisible, pero firme, de la gloria eterna más valiosa y constante. En medio de la tribulación y del dolor puede resultar difícil ese esperar, pero es la promesa de Dios Padre y, allí, presente da la fuerza para resistir en Cristo, quien ha hecho realidad ese futuro con su padecimiento en la cruz por amor y, así, fortalece la vida frágil del anciano con la gracia redundante de su Redención.

El Espíritu Santo, con su aliento vivificante, enciende la luz de la verdad y de la conciencia. De ahí que, el Papa, Juan Pablo II enseñe que el auténtico don del Espíritu Santo es "el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención" («Dominum et vivificantem», 31), pues, en la raíz del pecado está la mentira, el rechazo de la verdad. "La "desobediencia", como dimensión originaria del pecado, significa rechazo de esta fuente por la pretensión del hombre de llegar a ser fuente autónoma y exclusiva en decidir sobre el bien y el mal" (ib., 36). La perspectiva fundamental de la encíclica «Veritatis splendor» ya aparece aquí muy claramente. Evidentemente, el Papa no se detiene en el diagnóstico de nuestra situación de peligro, sino que diagnostica la causa, para preparar el camino a la curación. En la conversión, el afán de la conciencia se transforma en amor que sana, que sabe sufrir: "El dispensador oculto de esa fuerza salvadora es el Espíritu Santo" (ib., 5).

         En el Evangelio, Jesucristo, el Redentor, se declara auxilio y sostén del  desvalido, enfermo y oprimido: Venid a mí todos los que estáis cansados y oprimidos, y yo os aliviaré (Mt 11,28). Y, en el encuentro y diálogo con Marta y María, expresa la maravillosa realidad de la esperanza viva en Él: Yo soy la resurrección y la vida (Jn 11,17–44). Marta, con ojos de visión humana, le dice que, si hubiera estado allí, su hermano no habría muerto; no hacía falta que Jesús se hallara allí previamente, porque, “el que cree en mí, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre”. Esta perícopa de San Juan es subyugante y portentosa, del corazón de Jesucristo brota el profundo río de la esperanza y de la vida humana y divina. Es el alivio de la tribulación del desvalido y desdichado en el aquí del “Lázaro, sal fuera”, para seguir viviendo y, en el después, para vivir eternamente del “hoy estarás conmigo en el Reino”. El salmista reza y confía en la mano poderosa del Padre que cuida y mira atento por sus hijos: “Tenme piedad, Yahvé, ve mi aflicción, recóbrame del enemigo y de la muerte; tú escuchas el deseo de los pobres, les tiendes tus oídos, no olvidas el grito de los oprimidos y haces justicia la huérfano, al vejado” (Sal 10,12–18).

         Jesucristo dedicó su ministerio público a la salvación a través de su misericordia, con una especial compasión siempre hacia los enfermos, los huérfanos, los vejados; ayudó, confortó, socorrió, sanó a muchos y levantó resucitó de la muerte a unos cuantos. Toda su vida fue fundar el amor y establecer la bondad, hasta que se otorgó por la humanidad sufriente a precio de su muerte, a la cruz. La compasión de Jesús muestra al cristiano la actitud que ha de tomar siempre y, en especial, en una sociedad que, aún viviendo en la opulencia, permite la pobreza y la miseria ante sus ojos; el dolor y el sufrimiento que existen a su alrededor es ingente, no se llega a imaginar la tremenda necesidad que sufre la gente a pesar de la ayuda que prestan los organismos cristianos y los humanitarios. Ahí, está luminosa la labor de la madre Teresa, del padre Ferrer y de otros muchos que dan su vida a los pobres en la India, en África y en el mundo. Jesucristo con inmenso amor los sostiene y bendice en sus misiones: “Lo que hicisteis por uno de estos mis hermanos más humildes, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40).

 
 Fuente:

 autorescatolicos.org

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