Regresar
El abuelo revelado en Cristo
Autor
Camilo Valverde Mudarra

 

"Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14, 9). Ver a Cristo significa ver al Dios misericordioso. Juan Pablo II, exponiendo, en su encíclica Dives in Misericordia (1980), el tema de la misericordia de Dios, Padre, en digresión sobre la terminología bíblica de la misericordia en el Antiguo Testamento, explica la palabra rahamim, que proviene de la palabra rehem, vientre materno, y confiere a la misericordia de Dios los rasgos del amor materno. Dios es, pues, Madre, Padre y Abuelo; lo es todo, porque es el ser Supremo. Cristo revela a Dios que es Padre, que es “amor”, que es “rico en misericordia”. Hacer presente al Padre en cuanto amor y misericordia es, en la conciencia de Cristo, su misión fundamental de Mesías.

Dios padre y abuelo está pendiente del hijo y del nieto, ansía verlo venir, tenerlo cerca oírlo y hablarle con infinita bondad y misericordia, porque abunda en ella, es rico en misericordia. “Es, dice el Papa, el que Jesucristo nos ha revelado cabalmente, en sí mismo, nos lo ha manifestado y nos lo ha hecho conocer. Así, en aquel momento final de la cena pascual, en que Felipe, uno de los doce apóstoles, dirigiéndose a Cristo, le dijo: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta»; Jesús le respondió: «¿Tanto tiempo ha que estoy con vosotros y no me habéis conocido?»

          En estos tiempos críticos y nada fáciles, se ha de descubrir una vez más en el mismo Cristo el rostro del Padre, que es «misericordioso y Dios de todo consuelo». Efectivamente, Cristo manifiesta plenamente al propio hombre el misterio del Padre y de su amor». Es un claro testimonio de que la manifestación del hombre en la plena dignidad de su naturaleza no puede tener lugar sin la referencia a Dios, no sólo conceptual, sino también íntegramente existencial. El hombre y su vocación suprema se desvelan en Cristo. Por esto mismo, es conveniente volver la mirada a este misterio: lo están sugiriendo múltiples experiencias de la Iglesia y del hombre contemporáneo; lo exigen también las invocaciones de tantos corazones humanos, con sus sufrimientos y esperanzas, sus angustias y expectación. Es verdad que todo hombre es, en cierto sentido, la vía de la Iglesia, al mismo tiempo el Evangelio y toda la Tradición indican constantemente que hemos de recorrer esta vía con todo hombre, tal como Cristo la ha trazado, revelando en sí mismo al Padre junto con su amor. En Cristo Jesús, toda vía hacia el hombre, cual le ha sido confiado de una vez para siempre a la Iglesia en el mutable contexto de los tiempos, es simultáneamente un caminar al encuentro con el Padre y su amor. El Concilio Vaticano II ha confirmado esta verdad según las exigencias de nuestros tiempos.

Cuanto más se centre en el hombre la misión desarrollada por la Iglesia; cuanto más sea, por decirlo así, antropocéntrica, tanto más debe corroborarse y realizarse teocéntricamente, esto es, orientarse al Padre en Cristo Jesús. Mientras las diversas corrientes del pasado y presente del pensamiento humano han sido y siguen siendo propensas a dividir e incluso contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlas en la historia del hombre de manera orgánica y profunda. Este es también uno de los principios fundamentales, y quizás el más importante, del Magisterio del último Concilio. Si, pues, en la actual fase de la historia de la Iglesia, nos proponemos como cometido preeminente actuar la doctrina del gran Concilio, debemos en consecuencia volver sobre este principio con fe, con mente abierta y con el corazón. Ya en mi citada encíclica, he tratado de poner de relieve que el ahondar y enriquecer de múltiples formas la conciencia de la Iglesia, fruto del mismo Concilio, debe abrir más ampliamente nuestra inteligencia y nuestro corazón a Cristo mismo. Quiero añadir que la apertura a Cristo, que, en cuanto Redentor del mundo, «revela plenamente el hombre al mismo hombre», no puede llevarse a efecto más que a través de una referencia cada vez más madura al Padre y a su amor. Revelada en Cristo, la verdad acerca de Dios, como “Padre de la misericordia”, nos permite verlo especialmente cercano al hombre, sobretodo cuando sufre, cuando está amenazado en el núcleo mismo de su existencia y de su dignidad. Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición de la misericordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, Él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto sentido, la misericordia.

Jesús, sobretodo, con su estilo de vida y con sus acciones, ha demostrado, cómo, en el mundo en que vivimos, está presente el amor, el amor operante, el amor que se dirige al hombre y abraza todo lo que forma su humanidad. Este amor se hace notar particularmente en el contacto con el sufrimiento, la injusticia, la pobreza; en contacto con toda la «condición humana» histórica, que de distintos modos manifiesta la limitación y la fragilidad del hombre, bien sea física, bien sea moral. Cabalmente el modo y el ámbito en que se manifiesta el amor es llamado «misericordia» en el lenguaje bíblico. (Cf. Dives in misericordia).

Así como Cristo revela al Padre y en el Padre se refleja el abuelo, nuestro anciano, del mismo modo, Cristo se revela en el abuelo; “Lo que hicisteis a uno de estos, a mi me lo hicisteis” (Mt 25,40). El abuelo participa del amor de Dios y reparte amor; exige justicia y, bondadoso, la imparte; y necesita misericordia y, a su vez, repartirla a manos llenas a su alrededor.

 San Juan en su primera epístola nos da la definición del amor. “Queridos, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque DIOS ES AMOR. En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo, como víctima de expiación por nuestros pecados” (Cf. 1 San Juan 4: 7-19)

La “justicia” es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La justicia para con Dios es llamada “la virtud de la religión”. Para con los hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común. El hombre justo, evocado con frecuencia en las Sagradas Escrituras, se distingue por la rectitud habitual de sus pensamientos y de su conducta con el prójimo (nº. 1807 del Catecismo de la Iglesia Católica).

La “misericordia” es el atributo de Dios que extiende su compasión a aquellos en necesidad. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento ilustran que Dios desea mostrar su misericordia al pecador. Uno debe humildemente aceptar la misericordia; no puede ser ganada. Como Cristo ha sido misericordioso, también nosotros estamos llamados a ejercer compasión hacia otros, perdonando -como dice Jesús- “setenta veces siete” (Mt 18,22).

         Así pues, vivamos el amor de Dios con los abuelos, mostremos la rectitud con ellos y ejerzamos la compasión, esa compasión y rectitud que el abuelo debe revestir también en todo momento.  

 
 Fuente:

 autorescatolicos.org

Regresar