Regresar
El abuelo en la misericordia del Padre
Autor
Camilo Valverde Mudarra

 

El anciano, tras recorrer el largo azar de su vida, reflexiona y vuelve su vista al Padre que siempre está allí en el cruce de caminos oteando el regreso del hijo.

El abuelo, cansado y arrepentido, puede que llegue a esta etapa, en la ruina moral y física, pero allí está la misericordia y la justicia del Padre para recibirlo con el abrazo en el aquí y en el después. “A través de la compleja situación material, -dice el Papa- en que el hijo pródigo había llegado a encontrarse debido a su ligereza, a causa del pecado, había ido madurando el sentido de la dignidad perdida. Cuando él decide volver a la casa paterna y pedir a su padre que lo acoja —no ya en virtud del derecho de hijo, sino en condiciones de mercenario— parece externamente que obra por razones del hambre y de la miseria en que ha caído; pero este motivo está impregnado por la conciencia de una pérdida más profunda: ser un jornalero en la casa del propio padre es ciertamente una gran humillación y vergüenza. No obstante, el hijo pródigo está dispuesto a afrontar tal humillación y vergüenza. Se da cuenta de que ya no tiene ningún otro derecho, sino el de ser mercenario en la casa de su padre. Su decisión es tomada en plena conciencia de lo que merece y de aquello a lo que puede aún tener derecho según las normas de la justicia. Precisamente este razonamiento demuestra que, en el centro de la conciencia del hijo pródigo, emerge el sentido de la dignidad perdida, de aquella dignidad que brota de la relación del hijo con el padre. Con esta decisión emprende el camino.

En la parábola, no se utiliza, ni siquiera una sola vez, el término «justicia»; como tampoco, en el texto original, se usa la palabra «misericordia»; sin embargo, la relación de la justicia con el amor, que se manifiesta, como misericordia, está inscrito con gran precisión en el contenido de la parábola evangélica. Se hace más obvio que el amor se transforma en misericordia, cuando hay que superar la norma precisa de la justicia, a veces demasiado estrecha. El hijo pródigo, consumidas las riquezas recibidas de su padre, merece, a su vuelta, ganarse la vida trabajando, como jornalero en la casa paterna y eventualmente conseguir poco a poco una cierta provisión de bienes materiales; pero, quizá nunca, en tanta cantidad, como había malgastado. Tales serían las exigencias del orden de la justicia; tanto más, cuanto que aquel hijo, no sólo había disipado la parte de patrimonio que le correspondía, sino que además había tocado en lo más vivo y ofendido a su padre con su conducta. Esta, que a su juicio le había desposeído de la dignidad filial, no podía ser indiferente a su padre; debía hacerle sufrir y, en algún modo, incluso implicarlo. Pero, en fin de cuentas, se trataba del propio hijo y tal relación no podía ser alienada, ni destruida por ningún comportamiento. El hijo pródigo era consciente de ello y es precisamente tal conciencia lo que le muestra con claridad la dignidad perdida y lo que le hace valorar con rectitud el puesto que podía corresponderle aún en casa de su padre.

Esa imagen concreta del estado de ánimo del hijo pródigo nos permite comprender con exactitud en qué consiste la misericordia divina. El padre del hijo pródigo es fiel a su paternidad, fiel al amor que desde siempre sentía por su hijo. La misericordia -tal como Cristo nos la ha presentado en la parábola del hijo pródigo- tiene la forma interior del amor, que en el Nuevo Testamento se llama ágape. Tal amor es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo, hacia toda miseria humana y, singularmente, hacia toda miseria moral o pecado. Cuando esto ocurre, el que es objeto de misericordia no se siente humillado, sino, como hallado de nuevo y «revalorizado».

La misericordia se manifiesta en su aspecto verdadero y propio, cuando revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas del mal existentes en el mundo y en el hombre. Por su parte, la idea de justicia que debe servir para ponerla en práctica en la convivencia de los hombres, de los grupos y de las sociedades humanas, en la práctica sufre muchas deformaciones. La experiencia demuestra que fuerzas negativas, como son el rencor, el odio e incluso la crueldad han tomado la delantera a la justicia. En tal caso, el ansia de aniquilar al enemigo, de limitar su libertad y hasta de imponerle una dependencia total, se convierte en el motivo fundamental de la acción; esto contrasta con la esencia de la justicia, la cual tiende por naturaleza a establecer la igualdad y la equiparación entre las partes en conflicto. No en vano Cristo contestaba a sus oyentes, fieles a la doctrina del Antiguo Testamento, la actitud que ponían de manifiesto las palabras: «ojo por ojo y diente por diente». Tal era la forma de alteración de la justicia en aquellos tiempos; las formas de hoy siguen teniendo en ella su modelo. Jesús nos dice en las Sagradas Escrituras: «Porque os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 5, 20).

En efecto, es obvio que en nombre de una presunta justicia, histórica o social, tal vez se aniquila al prójimo, se le mata, se le priva de la libertad, se le despoja de los elementales derechos humanos. La experiencia del pasado y de nuestros tiempos demuestra que la justicia por si sola no es suficiente y que, más aún, puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma, si no se le permite a esa forma más profunda que es el amor plasmar la vida humana en sus diversas dimensiones.

Las palabras del sermón de la montaña: «Bienaventurados los misericordiosos porque alcanzarán misericordia» ¿no constituyen en cierto sentido una síntesis de toda la Buena Nueva, de todo el «cambio admirable» en ella encerrado, que es una ley sencilla, fuerte y dulce a la vez de la misma economía de la salvación? Estas palabras del sermón de la montaña, al hacer ver las posibilidades del «corazón humano» en su punto de partida (ser misericordiosos), ¿no revelan quizá, dentro de la misma perspectiva, el misterio profundo de Dios: la inescrutable unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en la que el amor, conteniendo la justicia, abre el camino a la misericordia, que a su vez revela la perfección de la justicia?” (cf. Dives in misericordia).

De ahí que el anciano, en su debilidad, pueda, en cualquier momento, volver los ojos a los brazos del Padre, que siempre los tiende con su misericordia infinita. Por muchas dificultades que padezca sabe seguro, que tiene la forma profunda de conformar la vida, que es el amor, el amor perenne y atento de Dios Padre.

 
 Fuente:

 autorescatolicos.org

Regresar