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La vejez honorable, Sabia Prudencia
Autor
Camilo Valverde Mudarra

 

El Faraón hizo a José señor de su casa,

para instruir a los magnates y,

a sus ancianos, a ser sabios (Sal 105,22).

 

 

         El abuelo es un ser entrañable en el ensamble de generaciones entre la civilización del amor que se da en la comunidad familiar. Se le quiere y se le ama. Es admiración y amparo para el nieto, báculo y acierto para la familia, porque, como dice la Biblia, “la gloria del hombre nace de la honra del padre” (Si 3,11). Él reparte amor incondicional, presta su saber y experiencia y entrega su bondad y serenidad. Pero, este cuadro ideal y deseado se viene a romper, en ocasiones, por los escollos de la humana naturaleza que entra en desviaciones, arrastre de muchos egoísmos y quebrantos por la ambición e interés. Por eso, dice el libro de la Sabiduría que “la vejez honorable no reside en los largos días, ni se mide por el número de años; la prudencia es la verdadera ancianidad, y la vida inmaculada es la honrada vejez” (Sab 4,8-9).

         El hombre mientras vive está sometido al aprendizaje y obligado a practicar la virtud; la vejez no es tiempo de permisividad y dejación del ejercicio del espíritu; la ancianidad no implica la jubilación de la honradez, del deber y de la justicia. Es saber dirigirse con cordura: “Amé la sabiduría más que la salud y la belleza y preferí su posesión a la misma luz, porque su resplandor es inextinguible” (Sab 7,10); y porque “la sabiduría exalta a sus hijos y acoge a quienes la buscan” (Si 4,11). Ha de estar, a pesar de fragilidades y dolencias, en constante servicio, como aconseja el Texto Sagrado: “No rechaces al suplicante atribulado y no apartes tu rostro del pobre. Arranca al oprimido de mano del opresor y no te acobardes al hacer justicia. No retengas tu palabra, cuando sea necesaria” (Si 4,4.9.23). Esa mano que arranca de la opresión y se compadece del que sufre es la que ensalza Cervantes, cuando Don Quijote se topa con la reata encadenada de presos condenados a galeras, dice: “Aquí encaja la ejecución de mi oficio: desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los oprimidos, que van mal de su grado y no de su voluntad” (Don Quij. Cap XXII–I). Al anciano, por su experiencia y saber, le atañe más la justicia y la misericordia, que la holganza y el acomodo a la maldad.

         Ha de saber estar y adoptar su sitio. En II Samuel, se cuenta que Barcilai, el Galadita, iba con el rey para guiarlo hasta el Jordán; cuando llegaron el rey le dijo: “Ven conmigo y te proveeré de las necesidades de tu vejez en Jerusalén”. Y le contestó: “Tengo ya ochenta años, ¿puedo distinguir todavía entre el bien y el mal?” (II Sam 19,32-40). La perícopa es un claro ejemplo de la prudencia que ha de coronar la vejez del anciano, para medir sus pasos y sus fuerzas, moverse en los límites honorables de su existencia, mientras le quede luz en la mente, para no ser una carga a los que le rodean y elegir su andadura por la senda del bien, pasando por la vida que le reste haciendo y trabajando por el bien común; pertrecharse y huir del mal y hacer que, en su entorno, brille la bondad, se deteste la agresividad y la violencia, y se abrace siempre la misericordia y la justicia. Hay en la palabra del rey otra provechosa enseñanza. La comunidad familiar y la social deben, atentas, cubrir las necesidades del anciano, “junto a mí, en Jerusalén”, esto es, en el seno familiar cubierto de amor y cuidados sin despegos egoístas y abandonos inhumanos.

         El libro de Job que, entre los sapienciales, instruye sobre el misterio del dolor en los designios de la Sabiduría Divina, dice: “De los ancianos, el saber; de la longevidad, la inteligencia” (Job 12,12). El saber que procede de la larga experiencia y conocimiento es honorable, siempre que se ponga al servicio de los actos justos y de las obras que conducen a la compasión y a la bondad. La inteligencia jamás se ha de emplear en acosar, en exigir y provocar; está para manejarse con mesura y delicadeza, en dar con creces mucho más de lo que se recibe; en volcarse con dignidad y entrega en los demás, en desechar las exigencias, para mostrar la dádiva, la sonrisa acogedora; en disculpar y acoger. “El hombre justo es librado de la tribulación” (Prov 11,8) dice la palabra de los sabios.

          El cuarto mandamiento del Señor exhorta: “Honra a tu padre y a tu madre” y, al abuelo, añadimos; ahora bien, las acciones y palabras del anciano, a veces,  se apartan de lo justo e inteligente y puede hacerse muy difícil mantenerle la honra debida. Jesucristo, hablando de las prescripciones farisaicas, les dijo: “Todo lo que sale de la boca procede del corazón y eso es lo que mancha al hombre” (Mt 15,18). Muchos ancianos creen que pueden soltar su lengua al arbitrio y hacer lo que les viene en gana; no sólo se ha de soportar su debilidad, sino que añaden sus manchas, sus desahogos y su malas maneras. El evangelista expone que Jesús les dijo que “debía ir a Jerusalén y padecer mucho de parte de los ancianos, pontífices y escribas” (Mt 16,21). Estos tres tipos de hombres, se supone que más preparados, son los que muestran mayor mancha de palabra y de obra. Ciegos de soberbia, en su interior emponzoñado, ya lo habían condenado sin oírlo, sin buscar la verdad, sin sopesar su conducta y su palabra; por eso, el Maestro los llama ciegos: “Dejadlos. Son ciegos, guías de ciegos; y, si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en el hoyo” (Mt 15,14).

San Pablo, en su carta a Tito, a quien había puesto de obispo en Creta, le aconseja que actúe “conforme a la sana doctrina: Que los ancianos (obispos-presbíteros) sean sobrios, ponderados, prudentes, sanos en la fe, en la caridad, en la paciencia” (Tit 2,2). Son cualidades aptas para meditarlas y ejercerlas en toda etapa de la vida; reflexione el anciano y obre siempre en la prudencia, en la cuidadosa honestidad y sumisión al deber y al bien, de modo que sea un ejemplo para todos a su alrededor, inspire alegría y agrado, con entrega y comprensión de complacencia y exhortación al deber y la responsabilidad.

         Por el camino de la honorabilidad serán queridos aquí y premiados junto a Dios, dice el Apocalipsis: “Alrededor del trono había veinticuatro sitiales, en los que estaban sentados veinticuatro ancianos” (Ap 4,4). El lugar, al lado del trono, han de ganarlo con su rectitud ejercida con sabiduría y prudencia en el vivir sanamente la fe, la esperanza y la caridad.

 
 Fuente:

 autorescatolicos.org

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