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Con la fuerza de la familia (I) [1]
Autor
 Tomás Melendo

 

Primera Parte: Análisis de la familia en la actualidad


Sumario

Primera Parte:1. Aventureros. 2. Importancia irremplazable de la familia. 3. Los males de nuestra sociedad. a) Despersonalización. b) Miedo al compromiso. Segunda Parte: 4. Desde la familia. 5. Con el vigor personal del amor. a) Un arma rompedora. b) Naturaleza primordial del amor. 6. Y con el instrumento del trabajo. 7. El papel de la mujer



1. Aventureros


Al comparar el vigor educativo de la familia con el influjo de las restantes fuerzas sociales, son todavía muchos los que adoptan una actitud de defensa. Y hay que comprenderlos. Desde hace ya decenios, y de manera progresiva, la familia se ha visto transformada en el centro de los ataques de toda una civilización. Basta pensar, más allá de las insidias teóricas y jurídicas, en las dificultades con que se encuentra un matrimonio joven para hallar la vivienda adecuada donde desenvolver su proyecto de vida, o en los obstáculos que ha de vencer una pareja que decide crear una familia numerosa… ¡a veces empezando por los propios abuelos!

¿Desanimarse? ¡Lanzarse a la aventura! No olvidemos lo que escribió hace ya varios lustros Charles Péguy: «Sólo hay un aventurero en el mundo, como puede verse con diáfana claridad en el mundo moderno: el padre de familia. Los aventureros más desesperados son nada en comparación con él. Todo en el mundo moderno está organizado contra ese loco, ese imprudente, ese visionario osado, ese varón audaz que hasta se atreve en su increíble osadía a tener mujer y familia. Todo está en contra de ese hombre que se arriesga a fundar una familia. Todo está en contra suya. Salvajemente organizado en contra suya… Él y sólo él se encuentra de verdad involucrado en las cosas del mundo. La única aventura que existe es la suya. Los demás están involucrados con sus cabezas, es decir, con nada. El que es padre lo está con todos sus miembros. Los demás sufren por sí mismos. Sólo él sufre a través de otros. Los padres sufren en cada situación. Sufren por todas partes. Sólo ellos han agotado --sólo ellos pueden alardear de haber agotado-- el sufrimiento temporal. Los que no han tenido un hijo enfermo, no saben lo que es la enfermedad. Los que no han perdido a un hijo, los que no han visto a su hijo muerto, no saben los que es el dolor. Y tampoco saben lo que es la muerte» [2].

Fijémonos en las palabras resaltadas. No me importa ahora que encierren un deje de hipérbole, arrastradas por el estro poético. Lo absolutamente imprescindible, con vistas a esa cruzada revolucionaria que debemos instaurar en este tercer milenio, es reflexionar sobre la verdad que nos desvelan. Ese descubrimiento --antiquísimo, por otra parte-- es que la familia constituye la pieza clave de la sociedad. Y, por ende, que el futuro de la sociedad se juega en la familia… y que el de la familia se halla indisolublemente unido al de la sociedad en su conjunto.

De ahí que se la hostigue encarnizadamente. Y de ahí la advertencia de Chesterton, sucinta a la par que decidida: «si queremos preservar la familia debemos revolucionar la nación» [3]. Se trata de un consejo perfectamente válido, aunque un tanto anticuado. Donde él escribió "nación" ahora habría que estampar "civilización", "humanidad". Las fronteras entre los pueblos han ido desapareciendo en tal medida, las brechas abiertas por el espacio se han ido tornando tan tenues e impalpables, que puede influir más en un adolescente de nuestro país lo que sucede en Estados Unidos, y que conoce de inmediato a través de la televisión e Internet, que los planteamientos vividos a diario en su familia y en el ambiente escolar.

Por eso, a los padres audaces de hoy en día, a esos aventureros mencionados por Péguy, hay que explicarles: ¡si queréis preservar a vuestros hijos, sólo preservarlos, habéis de empeñaros en una tarea de convulsión enriquecedora de la sociedad, comenzando por vosotros mismos y por vuestro entorno inmediato! Nos os quejéis, de lo contrario, si un fin de semana pasado por uno de vuestros pequeños en una familia amiga y segura, echa por tierra vuestros esfuerzos de años por educarlos en la sobriedad, en la templanza, en el dominio de sí mismos… o al menos los hace tambalearse.

¡Si pretendéis que vuestros hijos puedan alcanzar algún día la felicidad, si aspiráis al menos a hacérsela más hacedera y a que ellos a su vez contribuyan a facilitar la de sus coetáneos, afanaos desde ahora en la tarea de revitalización que el Sumo Pontífice está pidiendo a gritos para instaurar, a medio plazo, una auténtica civilización del amor! ¿Por qué? Se nos ha dicho autorizadamente que «la familia constituye la base de lo que Pablo VI calificó como "civilización del amor"», que «la familia depende por muchos motivos de la civilización del amor, en la cual encuentra las razones de su ser como tal»; y que, «al mismo tiempo», y es ésta la afirmación que más nos interesa, que «la familia es el centro y el corazón de la civilización del amor» [4].

Abandonad, pues, la actitud de defensa, tímida, irresoluta y, al cabo, inane y perjudicial. Dejad de levantar barricadas para proteger a vuestros hijos. No aspiréis a encerrarlos en una campana de cristal, en una burbuja aséptica, al abrigo de toda asechanza. Ahora se nos pide que pasemos al ataque, que demos vida a un espíritu amablemente agresivo, con vistas a conseguir la dicha del mayor número de nuestros contemporáneos. Porque, convenceos, la mudanza radical que nos podría conducir hasta esa civilización del amor a que acabamos de aludir o será familiar o simplemente no será. No esperéis otro motor ajeno a la familia, a vuestra familia, a la tuya y a la mía. Porque no lo hay.

¿No lo ha sentado con claridad Juan Pablo II?: «Cual es la familia, tal es la nación, porque tal es el hombre» [5], exclamó ya en el segundo año de su pontificado. Pues mejorad vuestro hogar, que así salvaréis la nación, el mundo entero, habiendo perfeccionado a cada una de las personas que lo componen [6].

Lo expresa adecuadamente Carlos Llano, apuntando también a un extremo de capital importancia: el influjo de los «poderes» externos al hogar resulta inversamente proporcional a la riqueza que los padres logremos suscitar o crear en su interior. Llano sostiene: «La familia no debe adoptar sólo una posición de parapeto a fin de defenderse de los acosos e infiltraciones» que provienen de fuera. «Ha de adquirir conciencia, primero, de que tales acosos son inocuos, epidérmicos, si no hay complicidad libre de nuestra parte, porque el compromiso, la renuncia y la capacidad de entrega están en nuestras manos y no en las de los reglamentos estatales, de las instancias mercantiles ni de los oropeles televisivos: ninguno de ellos tiene fuerza sin nuestra libre complicidad. Segundo, que la familia es la alternativa del futuro, la única alternativa del futuro, si sabe ejercer la libertad de la que es maestra. El hogar tiene su origen etimológico en el fogón, en la hoguera; no debe verse sólo en su sentido de resguardo, guarida o refugio, sino también de irradiación, expansión e incendio. Tengamos, por lo menos, el ansia […] de incendiar el mundo con […] los valores potenciales y explosivos de nuestros hijos. No se trata de salvarlos de la quema, sino de incendiar el mundo con ellos» [7].


2. Importancia irreemplazable de la familia 


Vuelvo a repetirlo: sin familia no hay persona, y sin persona no hay sociedad verdaderamente humana, sino mera agregación de individuos. Advertirlo, comprenderlo, resulta inesquivable para la entera eficacia de nuestra labor. Todo cuanto tengo que comunicaros gira en torno a lo que sigue: i) por una parte, una afirmación teórica compuesta, una doble verdad que puede expresarse así: sin familia no hay persona plena, cabal; sin persona, por su parte, desaparece la sociedad civil y las comunidades intermedias como agrupaciones humanas auténticas. ii) Por otra parte, y como consecuencia, una consigna práctica, operativa: si queremos revitalizar la sociedad, devolverle su mordiente ético y humano, debemos empeñarnos en dar respuesta a las amables y ya aludidas exigencias de Juan Pablo II, cuando exclamaba, en el conocido epígrafe de la Familiaris consortio: «¡Familia, sé lo que eres!». No existe otro camino. 

¿Extraña todavía a algunos la afirmación de que sin familia no hay persona enteriza, cuajada? ¿Siguen convencidos de que esta institución es sólo necesaria para los más débiles: para los niños pequeños, para los disminuidos, para los enfermos y ancianos? Que no se asombren después de las consecuencias prácticas de semejante persuasión. Que no se pasmen si sus hijos adolescentes, adultos ya ante sus propios ojos, buscan fuera de casa las vías de su crecimiento. Y que tampoco se lamenten ante la huida del hogar, intermitente y cotidiana, de los más «maduros»: del marido o de la mujer, que persiguen su propia realización en otros ámbitos, sobre todo en la vida profesional o pública. Esas actitudes habrán de considerarse normales cuando la familia es concebida sólo como un refugio para los enclenques y desvalidos: quienes se estimen más desarrollados, más hechos, no tendrían ya necesidad de ella.

¡Pero no! Insisto en que sin familia, sin entorno hogareño, no hay persona cumplida nunca: ni entre los niños, ni entre los adolescentes, ni entre los presuntamente más desarrollados… ni, como apuntaba, dentro del propio Dios. Recordemos de nuevo las palabras de Juan Pablo II, decididas y sin ambages: en su más recóndita intimidad --viene a decirnos--, el Dios de la fe cristiana no es soledad, sino familia, hogar. Él lo ha afirmado y nosotros lo sabemos; pero ¿por qué motivos?

Pues porque la persona es lo más excelso que existe en todo el mundo: perfectissimum in tota natura, según la clásica expresión de Tomás de Aquino. Por eso, porque «le sobra» grandeza, realidad, se encuentra destinada al don, a la entrega de sí misma, a la efusión enriquecedora de los otros. También, y más, las Personas divinas.

Pero ya he sugerido que la dádiva se torna imposible sin recepción: nadie puede entregarse, de verdad, si no es aceptado por otro. Su intento frustrado quedaría en un aborto de donación. Y el que lo acoge tiene que gozar de la enjundia suficiente para poderlo albergar sin reservas. La entrega del hombre o de la mujer suponen, por tanto, un receptor también personal: una persona abierta a asumir agradecida el don que alguien hace de sí.

Y lo mismo en Dios. Por eso el Padre no podría ser Persona --¡Entrega, Efusión, Dádiva!-- sin el Hijo. Y viceversa. ¿Y el Espíritu Santo? Aquí cabe otra consideración jugosa, que ya hemos esbozado: el Espíritu Santo es imprescindible, sostiene Tomás de Aquino apoyado en la fe, porque con sólo dos personas, incluso divinas, no se realizarían en plenitud las delicias del amor: porque el Querer mutuo que se ofrendan, al no revertir en beneficio de un tercero, no alcanzaría el culmen a que se encuentra destinado. He ahí el sabroso y entrañable motivo que aduce Santo Tomás, tantas veces motejado de intelectualista.

Concluyendo: la familia no proviene ni original ni substancialmente de un déficit, sino de una formidable y casi ciclópea superioridad en el ser. La familia, también la humana, ha sido instaurada en primer término para que, en ella y gracias a ella, la persona pueda entregarse, amar: porque sólo en el hogar uno es recibido incondicionalmente, por su exclusiva condición de persona. La familia humana no procede, pues, sólo de la escasez. Es patente que en su interior obtenemos multitud de objetivos que sin ella resultarían inalcanzables: el de la simple supervivencia, entre otros. Pero el hogar humano es indispensable, antes y más, para que cada uno de sus miembros conquiste su plenitud a través del amor y de la entrega. La familia compone, por tanto, como dirá Juan Pablo II, el único camino hacia la completa humanidad del hombre. Cuanto más perfecta es una persona, cabría concluir con ciertos visos de paradoja para la mentalidad común, mayor es la exigencia de darse que la constituye… y más imprescindible le resulta la familia (incluso aunque psicológicamente no lo advierta así).


3. Los males de nuestra sociedad 


a) Despersonalización 


Asegura Juan Pablo II: «Nuestra civilización […] debería darse cuenta de que, desde diversos puntos de vista, es una civilización enferma, que produce profundas alteraciones en el hombre. ¿Por qué sucede esto? La razón está en el hecho de que nuestra sociedad se ha alejado de la plena verdad sobre el hombre, de la verdad sobre lo que el hombre y la mujer son como personas […]. El ser humano no es el presentado por la publicidad y por los modernos medios de comunicación social. Es mucho más, como unidad psicofísica, como unidad de alma y cuerpo, como persona. Es mucho más por su vocación al amor, que lo introduce como varón y mujer en la dimensión del "gran misterio"» [8]. 

Enfermedad, pérdida del sentido de la persona, menosprecio del amor… Si traducimos ligeramente las palabras del Papa, cabría afirmar que todos los males de nuestra época se resumen, desde el punto de vista humano, con una expresión emblemática: des-personalización. Bastantes de nuestros conciudadanos se encuentran despersonalizados, no han alcanzado la estatura que les corresponde. ¿Por qué motivos? Porque, con cierta y no siempre consciente complicidad por su parte, se han visto privados de sus capacidades más altas y, muy en concreto, de su más radicalmente personalizante posibilidad de amar. Además, y veremos que viene a ser idéntico, porque de manera más o menos culpable se han adocenado, masificándose: han quedado reducidos a número o fracción. A un «tanto da» no comprometido.

Homogeneizantes tienden a ser hoy muchas de las estructuras sociales: el mundo de la economía, el de la educación, el de la política, el orbe del trabajo, el de la diversión, el de las posibilidades de pensar… ¡o de no pensar!, los sistemas de comunicación de masas, las modas… [9].

Consideremos sólo dos de los exponentes citados, muy cercanos y centrales: la educación y el trabajo. En el modo como de hecho se concibe y vive en la actualidad la educación, y en las instituciones y procedimientos en que esa concepción fragua, ¿se persigue el efectivo desarrollo de la persona como tal, como persona? Al término del proceso educativo, ¿nos encontramos con un sujeto más cabal, más cumplido, que ha desplegado el entero conjunto de virtualidades, formidablemente enriquecedoras, contenidas de forma germinal en el mismo núcleo de su ser cuando fue concebido? ¿Estamos ante alguien que sabe efectivamente quién es, de dónde ha surgido y a dónde se encamina? ¿Ante un individuo que conoce con hondura el sentido del universo y el papel fascinante que le corresponde desempeñar entre sus hermanos los hombres? ¿Ante alguien, por consiguiente, capaz de gozar --en el sentido más noble de la expresión-- de los pletóricos tesoros que ofrece la realidad, la naturaleza creada, el arte, la vida…? ¿O nos topamos, simple y reductivamente, con el técnico (aunque sea en humanidades)?

Me temo que, en una buena porción de los casos, la respuesta se decanta hacia el último de los miembros propuestos. En lugar de abrir al niño y al joven a la verdad del mundo, de sí mismo y de Dios, a la bondad y a la belleza inefables de todo cuanto existe, ¿no nos hemos empeñado durante diez, quince, veinte años, con más o menos lucidez y repletos de buena intención, en agostarlo como persona, en sacar a la luz, única y exclusivamente, al especialista? ¿A dónde se han dirigido en realidad los esfuerzos de los profesores, de los padres y, casi como consecuencia, los del mismo alumno? A la construcción de un mero faber, o de un laborans, sin alma ni peso específico: casi, casi, sin humanidad. Lo que a menudo se anda buscando, sin clara conciencia, es la pieza que encaje con menos fricciones en el interior de un sistema laboral y económico, capaz de asegurar al conjunto el máximo posible de comodidades, de un bienestar a veces infrahumano, que se tiene como fin a sí mismo.

Y en el mundo del trabajo, ¿no se concreta y consolida con frecuencia la función despersonalizadora propiciada durante lustros con la educación? Estamos ya en el engranaje de una maquinaria supeditada, no al crecimiento de lo humano a través de la labor profesional, sino --de manera bastante común-- a la economía. Y a una economía cuyo gran ausente es justo la persona.

En efecto, en un sistema de producción donde los valores personales tuvieran prioridad todo desembocaría en la creación de bienes que en verdad lo fueran: realidades que colmaran una necesidad real o que, en cualquier caso, supusieran un incremento efectivo en la categoría personal de sus destinatarios. No obstante, ¿cuál es el fundamento del economicismo occidental contemporáneo? En buena medida, la demanda provocada; la creación de necesidades superfluas, casi siempre materiales, que convierten a los individuos en meros consumidores y que obligan tantas veces a realizar un trabajo sin sentido, porque no arroja como saldo otro beneficio que el meramente monetario.

Y de esta suerte el círculo se cierra. Porque un trabajo cuya única justificación sean las ganancias, y no un bien real que perfeccione a sus destinatarios, es en fin de cuentas un trabajo sin justificar, incapaz de engrandecer el nervio personal de quien lo lleva a término. Una labor profesional de este tipo, en lugar de supeditarse a la persona del trabajador y contribuir de manera eficacísima a su desarrollo, subordina a quienes lo realizan a un macromegálico e impersonal imperio del dinero, en el que también son fagocitados quienes consumen los productos de semejantes tareas. Unos y otros resultan despojados de sus dimensiones más preclaras. De nuevo la persona se ve preterida, al sumergirla de manera inquietante en una realidad infrapersonal: en el monstruo anónimo de un mercantilismo desquiciado.


b) Miedo al compromiso 


Una pregunta resulta ahora clave. Cuanto acabo de resumir, en la medida en que de veras se dé en nuestro universo junto con otros síntomas similares, ¿desemboca primaria y exclusivamente en un adocenamiento de los individuos, en un simple atentado contra su individualidad o, según sugeríamos hace un rato, les impide también su desarrollo como principios y términos de amor? Y si la respuesta al segundo miembro es afirmativa, indaguemos de nuevo: ¿por qué? 

Pues porque, en definitiva, se trata de dos aspectos de una misma y única realidad. Si volvemos a preguntarnos a fondo para qué hemos sido creados singulares, irrepetibles, únicos, ¡insólitos!, la contestación final será siempre una: para poder amar.

Veremos dentro de unos instantes que el auténtico amor culmina en dádiva, que la entrega es el apogeo del cariño y que nadie quiere de verdad hasta que no se da. ¿Pero cuál es el requisito imprescindible para darse? Uno muy claro: tener el convencimiento de que, al hacerlo, ofrendamos al ser querido algo de enorme valía, nuestra persona, que ningún otro puede ofrecer por nosotros.

En el extremo opuesto, cuando no se ha alcanzado una conciencia plena de la propia irrepetibilidad, la simple idea de entrega deviene un sinsentido. Por ejemplo, cuando el amor entre varón y mujer se entiende en meros términos de función sexual. Pues si amarse es generar mutuamente el placer genital-afectivo derivado de la cópula, si no hay otra perspectiva, ¿por qué motivo habría yo de entregarme de por vida a una mujer? ¿Por qué razones, si lo que soy capaz de ofrecerle puede dárselo cualquier otro «macho» y, en muchas ocasiones, «bastante mejor» de lo que yo lo hago? Si el amor no alcanza el denso e irrepetible interior de la persona, el más mínimo compromiso se transforma en desvarío.

En un universo homogeneizado, borreguil, ese pacto responsable se rechaza frontalmente o acaso ni se plantea: resulta inconcebible. ¿Por qué empeñarse para siempre en el matrimonio o en cualquier otro proyecto vital, si lo que yo aporto puede también introducirlo otro u otro… pues al cabo todos somos «iguales»? El compromiso, en el matrimonio o en la virginidad, sólo cobra sentido en un cosmos de personas drásticamente intransferibles. Sólo entonces lo que yo ofrende a mi mujer, a Dios, a mis amigos, por muy modesto y menudo que fuere, no está capacitado para darlo en mi lugar ningún otro ser: ¡ni siquiera el propio Dios, pues libre y amorosamente así lo ha decidido!

Se entiende entonces la viabilidad de resumir todos los «males» de la civilización presente en torno a una y definitiva pérdida: la de la capacidad de amar. O, mejor: junto a ventajas también innegables, nuestra sociedad encierra una valencia radicalmente negativa por cuanto, de forma casi estructural, pone dificultades para el ejercicio desinteresado del amor: en la propia familia, en el ensamblaje sociopolítico, en el mundo laboral, en la relación entre las naciones…

Y es que el mayor obstáculo que hoy se opone al crecimiento de los individuos ha echado raíces muy profundas: surge, en última instancia, de la concepción del hombre que reina, más o menos confusa, en la civilización occidental. Concretando un tanto: el modelo humano que está en la base de bastantes de las Constituciones de los países en apariencia más desarrollados es, en realidad, un homúnculo, una minipersona, una persona rebajada, contrahecha.

Lo sugeriré a través de un par de preguntas. ¿Por qué el divorcio se considera absolutamente imprescindible, como una ganancia irrenunciable, en la mayoría de esas Cartas magnas? En fin de cuentas, porque no se reconoce, al hombre y a la mujer actuales, la aptitud para amar en serio: es decir, para empeñarse de por vida, jugándose a cara o cruz, en una sola tirada, el porvenir del propio corazón. Se razona más o menos de esta guisa: si el ser humano no es capaz de «eso», de un pacto irrevocable, si por fuerza sucumbirá en el intento, vamos a ofrecerle la posibilidad de sanar con otro bálsamo las heridas del fracaso de su anterior matrimonio. ¿Se soluciona algo? Quizá, al menos en la superficie. Pero lo indudable es que así, con lo que estamos tratando no es ya con una persona en su sentido más pleno: desprovistos de su capacidad de amar a fondo, esos individuos, principios y términos de amor, decaen de su categoría personal.

De nuevo: ¿por qué el aborto?, ¿por qué la eutanasia?, ¿por qué, en un terreno cada vez más vistoso, tantas barbaridades en torno al surgimiento y a la supresión arbitrarias de la vida? Porque no se reconoce al hombre de hoy su estricto derecho al dolor, a lo que contraría mínimamente su hiperdesarrollado y un tanto enfermizo afán de goce. Derecho irrenunciable, decía, no por masoquismo, como es obvio, sino porque semejante sufrimiento compone un requisito ineludible para amar. Como sin una cierta dosis de padecimiento el amor al cónyuge o a los hijos o amigos no puede ser cabal, eliminar a toda costa esas contrariedades equivale a suprimir, de un plumazo, la posibilidad de que la persona alcance su plenitud… pues ésta sólo se logra a través de un amor íntegro, cuajado. (Y advierto que este negar el «derecho a padecer», como medio obligado de adelantamiento personal, no lo debemos situar allá lejos, en los pabellones oscuros y un tanto ambiguos de ciertos hospitales, sino que lo ejercemos a diario con nuestros hijos, siempre que, por evitarles molestias, les impedimos crecer.)

Cabría presentar otros muchos síntomas de las dificultades que hoy introducen las estructuras sociales --los hombres que las hemos forjado y las componemos-- para el desarrollo del amor. En su médula, late el prejuicio no expreso, pero de tremenda eficacia, de que el hombre no puede querer desinteresadamente: buscar el bien del otro por él, por el otro, para hacerlo feliz. Cuántas veces, en el intento de explicar que la auténtica dicha se encuentra amando, en la entrega desinteresada a los demás, con olvido de uno mismo, he tenido que enfrentarme con la misma monótona, aburrida y arraigadísima convicción: «¡eso es imposible!, ¡nadie puede hacer nada sin buscarse en el fondo a sí mismo; y menos aún cuando, con una dosis relativamente consciente de hipocresía, lo que manifiesta de cara a la galería es un gratuito desinterés!».

Me ha sucedido con jóvenes y con adultos, con personas unidas a mí por lazos familiares o de amistad o por su condición de alumnos, o con otros con los que por casualidad ha salido esta conversación en circunstancias inesperadas, como un largo viaje o un encuentro fortuito. Recuerdo mis esfuerzos por hacer ver a los integrantes de una escuela de Marketing el sentido del trabajo. El asombro un tanto altanero y casi despreciativo con que me observaban cuando, las primeras veces, intentaba trasmitirles que ese significado lo da el amor, la búsqueda del beneficio personal del destinatario de mi tarea. Y la desilusión con que a veces, al cabo de un par de meses, ya más convencidos, me confesaban: «pero, don Tomás, si yo obrara así, no duraría ni una semana en mi empresa»... Y tal vez tuvieran razón.

¿No se ha instaurado en buena porción de nuestra sociedad una suerte de mecanismo subrepticio y demoledor frente a quien sólo persigue el bien? ¿No nos tropezamos en más de una ocasión con la sospecha de un objetivo oculto o de una doble intención, cuando deseamos simplemente servir a los demás? ¡Cuántas anécdotas podría narrar a este respecto! En última instancia, opera a menudo la horrible convicción de Sartre, tan extendida vitalmente en un mundo habitado por la lucha y la competitividad, de que los otros son «el mal», «el infierno».

La conclusión de estas cuatro pinceladas, que han subrayado voluntariamente lo más negativo de nuestra civilización, es que en la medida en que algo o alguien impide amar, despersonaliza. Por eso vivimos sumergidos en una crisis de despersonalización. Y por eso la necesaria respuesta, ante este mal endémico, es el empeño personal en una tarea hondamente personalizadora. Sin atender para nada al pasado, que desde este punto de vista no nos interesa, sino mirando al presente para asegurar un futuro mejor.

¿Y en concreto? Puesto que se trata de luchar contra un proceso despersonalizador, habrá que poner en juego, hasta el fondo, la institución más radicalmente personalizadora: la familia, única realidad en cuyo seno se vive, cuando de verdad es familia, actualizando todos los resortes de nuestra entraña de personas. Amando y siendo amados por un único motivo: porque somos personas, lo más grande de la naturaleza: amigos, al menos virtuales y mientras no lo rechacemos definitivamente, de Dios. ¿Cabe pedir más?

Por eso repite Juan Pablo II que el hombre sólo puede desarrollarse en plenitud viviendo en un hogar. Que éste es del todo insustituible. O, con palabras literales; «que el hombre no tiene otro camino hacia la humanidad más que a través de la familia», que, por tanto «debe ser colocada como el fundamento mismo de toda solicitud para el bien del hombre y de todo esfuerzo para que nuestro mundo humano sea cada vez más humano» [10].


Notas 


1. Se pueden encontrar estas ideas más desarrolladas en el libro del autor Familia, ¡sé lo que eres!, Rialp, 2002. 

2. Charles Péguy, "Clio I (Cahiers)", en Temporal and Eternal, Nueva York 1958, p. 108.

3. Gilbert Keith Chesterton, Lo que está mal en el mundo, en El amor o la fuerza del sino, Rialp, Madrid 1993, p. 46.

4. Juan Pablo II, Carta a las familias, cit., núm. 13.

5. Idem, Homilía en Nowy Targ, 8-VI-1979, en Juan Pablo II a las familias, cit., núm. 90.

6. Aunque la concisión de las palabras del actual Pontífice la dotan de una particular incisividad, la doctrina forma parte de la tradición perenne del Magisterio. Eficaz es también el modo como lo sostiene Pío XI: «Consta por la experiencia cómo la inquebrantable firmeza del matrimonio es ubérrima fuente de honradez en la vida de todos y de integridad en las costumbres; cómo, observada con serenidad tal indisolubilidad, se asegura al propio tiempo la felicidad y el bienestar de la república; ya que tal será la sociedad cuales son las familias y los individuos de que consta, como el cuerpo se compone de sus miembros». (Pío XI, Enc. Casti Connubii, núm. 13, en ACE, Colección de Encíclicas y Documentos Pontificios, 7ª ed., Madrid 1967, I, p. 1617).

7. Carlos Llano, Nudos del humanismo en los albores del siglo XXI, CECSA, México 2001, pp. 15-16. Las cursivas son mías.

8. Juan Pablo II, Carta a las familias, cit., núm. 20.

9. No puedo detenerme en este punto, pero estimo necesario advertir hasta qué punto puede resultar lesivo para el desarrollo personal-individual la dictadura incontrolada de «lo que se lleva». Copio, para mostrarlo, las agudas reflexiones de una revista mexicana: «Ahora tenemos en todos los estratos sociales el gravísimo problema de jóvenes anoréxico-bulímicos. Incluso hay muertes por estas enfermedades y, por desgracia, la sociedad, padres de familia y maestros no estamos lo suficientemente informados sobre el tema.

»¿Nos hemos preguntado quién o qué está detrás de esas figuras "perfectas"? ¿Hemos observado bien a las modelos de los grandes diseñadores? ¿Quiénes son estas personas, mujeres diseñando para mujeres u hombres vistiendo mujeres?

»Las modelos, a fuerza de ejercicio y control estricto de alimentación, han perdido los "encantos" característicos del "bello sexo". Hoy día, ser aceptada socialmente y cumplir los cánones del éxito implica someterse a la imagen anoréxico-bulímica, en vez de dejar que la naturaleza muestre el esplendor y diversidad de la belleza de cada mujer.

»Si Dios nos hizo únicos e irreemplazables, y en ello radica la dignidad del ser humano, ¿por qué renunciar a la divina creatividad tratando de hacernos todos iguales?» (María del Carmen Cárdenas martín del campo, en Istmo, enero-febrero de 2003, p. 4).

10. Idem, "Homilía en la plaza de San Pedro, en la «Jornada de la familia»", 12-X-1980, en Juan Pablo II a las familias, cit., núm. 237.
 
 Fuente:

almudi.org

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