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Comprender el amor. III: Deseos de plenitud
Autor
 Tomás Melendo

 

Sumario

1. La aspiración esencial del amor: a) Querer a alguien es querer-que-mejore; b) Ser, para el hombre, es vivir y perfeccionarse.- 2. ¿Es el amor ciego?: a) Descubrir la actual riqueza interior del amado; b) Y entrever la futura.- 3. Las amables exigencias del cariño: a) Para avivar el proceso de mejora; b) Con manifestaciones muy concretas; c) Y el esfuerzo de la propia entrega.



1. La aspiración esencial del amor

a) Querer a alguien es querer-que-mejore

Junto al anhelo incondicional de que viva, de que sea, el amor reclama para el sujeto querido que sea bueno, que viva bien, en el mejor de los sentidos en que utilizaban esta expresión los clásicos griegos. 

En efecto, el más sublime compendio de cuanto podemos pretender cuando estimamos de veras a alguien es que alcance la plenitud a que ha sido llamado. Y esto, en expresión directa y sencilla, a la par que honda y plena de resolución, se expone con pocas palabras: «¡que seas bueno!». 

Por eso, más de una vez he oído comentar a personas de edad y de prestigio humano reconocido, que el más profundo consejo moral que han recibido a lo largo de su vida —a pesar de sus muchos años de estudio de antropología y de ética, pongo por caso—, consiste en lo que, llenas de cariño, les repetían una y otra vez sus abuelas, cuando apenas contaban con tres o cuatro años: «hijo mío, ¡que seas bueno!».

Aristóteles estaría plenamente de acuerdo con los sentimientos de las ancianas a las que acabo de apelar. 

Para él, y lo repite en multitud de ocasiones, el verdadero amor, la auténtica amistad, ha de ir acompañada del deseo eficaz de que aquellos a quienes amamos mejoren. 

De ahí que el viejo filósofo griego rechazara, como falsa y muy peligrosa, la amistad entre «hombres de mala condición, que se asocian para cosas bajas, y se vuelven malvados al hacerse semejantes unos a otros. 

En cambio —añadía—, es buena la amistad entre los buenos, y los hace mejores conforme aumenta el trato, pues mutuamente se toman como modelo y se corrigen». Y reforzaba: «La amistad perfecta es la de los hombres buenos e iguales en virtud, porque estos quieren el uno para el otro lo auténticamente bueno» [24].

Aquí las glosas podrían multiplicarse, en buena parte por contraste, teniendo en cuenta el modo marcadamente egotista en que a veces se concibe el amor en el mundo contemporáneo. Por ejemplo, a muchas madres y muchos padres, a tenor de lo expuesto por Aristóteles, habría que advertirles de nuevo: lo que ha de pretender toda vuestra labor educativa, es descubrir y buscar el verdadero bien de vuestros hijos, de cada uno, no un mero beneficio aparente y, muchísimo menos, so capa de amor a ellos, vuestro propio «bien»: tranquilidad, libertad de movimientos, autorrealización proyectada, ausencia de preocupaciones, permisivismo…

b) Ser, para el hombre, es vivir y perfeccionarse

Pero volvamos a centrar nuestro tema, indicando que la búsqueda de adelantamiento y plenitud del ser querido representa en realidad la natural prolongación de lo que se perseguía en el estadio anterior, con la ratificación del ser. Antes que nada, porque el ser del hombre no constituye algo inerte y estático, sino que tiende a expandirse y a llevar a su acabamiento perfectivo a todos y cada uno de los componentes de la persona. 

Desde el mismo instante de la concepción, la criatura recién engendrada pone en movimiento su capacidad nativa de desarrollo, multiplicando sus células y organizándolas de una manera que ni el más avanzado de los ordenadores podría conseguir en millones de años; después, en cuanto sale del seno materno, todo es también crecer y desarrollarse, tanto desde el punto de vista biológico como en lo que se refiere al desenvolvimiento de sus capacidades mentales, motoras, afectivas; y el resto de su vida, aunque de forma quizás menos vistosa, consiste en continuar con ese despliegue, hasta alcanzar cotas que, en ocasiones, resultan difíciles de predecir: piénsese en un Juan Pablo II, en una Teresa de Calcuta o en cualquiera de los grandes artistas o científicos que han asombrado al mundo con sus descubrimientos. 

Esto es lo natural para el sujeto humano: de manera que no cabe propiamente querer a nadie, confirmarlo en su ser, sin anhelar al mismo tiempo que la persona querida progrese más y más, desplegando de esta suerte toda la perfección pre-contenida en ella desde el momento en que fue engendrada.

En este sentido, Maurice Nédoncelle dice del amor que es «una voluntad de promoción». Y explica: «El yo que ama quiere antes que nada la existencia del tú; quiere, por decirlo de otra manera, el desarrollo del tú, y quiere que ese desarrollo autónomo sea (en la medida de lo posible) armonioso por lo que respecta al valor entrevisto por el yo para él» [25].

Con lo que se apunta una nueva idea: el ansia de promoción y mejora al que nos venimos refiriendo tampoco es, como antes veíamos, una veleidad: amar de verdad a alguien lleva siempre consigo el que éste acreciente su perfección, en una medida proporcional a la calidad, intensidad e inteligencia del amor que se le otorga… con la condición de que no se oponga frontalmente a ello. Veamos cómo y por qué.

2. ¿Es el amor ciego?

a) Descubrir la actual riqueza interior del amado

Muy lejos de ello, el amor hace ver, resulta en extremo clarividente. Sin duda, todos comprendemos lo que afirma el dicho popular y, desde la perspectiva que entonces se adopta, estamos de acuerdo con él. Pero no es eso lo más cierto ni lo más profundo que se puede decir del amor. Mucho más agudo es sostener lo contrario: lejos de nublar la vista de la persona que ama —y estamos aquí hablando de un amor real, genuino, y no, por ejemplo, de una simple pasión o de un capricho—, el amor la torna más penetrante y perspicaz, más sutil y comprehensiva.

Es ésta una verdad universal, expresada sucintamente por de la Tour-Chambly —«cuando se ama, la naturaleza deja de ser un enigma»—, pero que todavía resulta más verdadera si se trata de seres humanos. 

En tales circunstancias, no sólo es que a menudo se torne contraproducente la objetividad y el distanciamiento que tantas veces se reclaman, sino que, en el extremo opuesto, únicamente el amor comprometido permite ver las auténticas maravillas y la excelsa dignidad que cualquier persona —¡cualquiera!— oculta en lo más íntimo de su ser. 

En consecuencia, si siempre resulta al menos imprudente juzgar a un hombre o a una mujer, la cuestión deviene un despropósito cuando se trata de calibrar a alguien a quien no se ama muy de veras. 

En ocasiones, los padres, tíos, abuelos… de un adolescente o de un joven opinan con precipitación, con base sólo en algunos rasgos aislados y medianamente percibidos, sobre la calidad de la persona a quien el chico o la chica ha escogido por novia o novio: «mira con quien ha ido a caer éste o ésta…». 

¡Tremendo error «metafísico»!, me atrevería a afirmar con un tanto de buen humor. Sólo quien la quiere con hondura atisba las riquezas, muchas veces en potencia, que esa persona —¡como cualquier otra!— custodia en su interior. «En el fondo de todas las almas —escribe Édouard Rod— hay tesoros escondidos que sólo el amor puede descubrir». 

Y, por eso, pongo por caso, sólo los cónyuges enamorados son capaces de apreciar lo que vale aquel o aquella a quienes se han unido de por vida: los otros, los que los rodean, los ven sólo desde fuera; pero los esposos se quieren mutuamente con auténtica locura, y esa especie de frenesí, de éxtasis, al introducir a uno en el otro, los torna más perspicaces y clarividentes. Y lo mismo sucede con las madres: cuando una de ellas se complace ponderando a su hijo como su todo, su amor, su rey, su cielo…, mientras que ninguno de estos calificativos le parece casar al hijo de los vecinos, no es que esté fantaseando para su vástago atributos que de ningún modo existen en él: lo que ocurre es que el amor, lúcido, agudo y sagaz, le hace descubrir multitud de perfecciones reales (en los dos sentidos del término: efectivas y regias)… que a quien no ama pasan del todo desapercibidas.

Son ya muchos los que han dejado constancia de esta propiedad del amor. Elijo, entre ellos, el autorizado testimonio de Chesterton: «El amor —nos asegura— no es ciego; de ninguna manera está cegado. El amor está atado, y cuanto más atado, menos cegado está» [26].

«Cuanto más atado…»: la razón determinante de este hecho es que conforme se intensifican los amarres positivos que nos ligan a una persona, mayor se torna la identificación imprescindible para que el conocimiento alcance su cenit. Conocer es de algún modo establecer la identidad entre cognoscente y conocido, convertirnos hasta cierto punto en la realidad que aprehendemos; y, en el caso de quien ama, hacerse uno con el amado, transformarse en él. Pues bien, como es sabido y sugeriremos en los párrafos siguientes, la mayor identidad posible entre dos personas, su mayor y más plena unidad, es la que realiza el amor.

b) Y entrever la futura

Por eso, el amor interpersonal permite ver en el presente la excelsa magnitud del sujeto querido, a la par que anticipa su ideal futuro, lo que está llamado a ser. Así lo he estudiado, en otras ocasiones, de la mano de Max Scheler. Pero quizás nadie lo haya expuesto con tanta tersura y delicadeza como Alice von Hildebrand: 

«Cuando te enamoraste de Michael —escribe en sus deliciosas Cartas a una recién casada—, se te dio un gran don: tu amor se deshizo de las apariencias pasadas y te proporcionó una percepción de su verdadero ser, lo que está llamado a ser en el más profundo sentido de la palabra. Descubriste su "nombre secreto".

»A los que se aman se les concede el privilegio especial de ver con una increíble intensidad la belleza del que aman, mientras que otros ven simplemente sus actos exteriores, y de modo particular sus errores. En este momento tú ves a Michael con más claridad que cualquier otro ser humano».

Y añade resuelta: «La gente suele decir que el amor es ciego. ¡Qué tontería! Como dije antes, lo ciego no es el amor, sino el odio. Sólo el amor ve.

»Cuando te enamoraste de Michael, veías tanto lo bueno como lo malo que hay en él, y concluiste con razón que "la bondad que veo es claramente su verdadero ser, la persona que está llamada a ser. Sé que a pesar de las faltas que desfiguran su personalidad, es básicamente bueno". (¿O no es ése el juicio implícito en tu última carta cuando decías que "cuando se pone furioso deja de ser él"?).

»Date cuenta de que tu juicio no sólo implica un simple reconocimiento de las virtudes de Michael, sino también capta sus debilidades e imperfecciones. Por eso te digo que el amor no es ciego; realmente agudiza la vista. (Dios, que nos quiere infinitamente, ve todo nuestro bien así como también cada mancha oscura que ensucia el alma)» [27].

Hasta aquí von Hildebrand. Pero la alusión a Dios resulta aún más fecunda de lo que el texto parecería indicar. En primer término, consideremos esa misma apelación en una de las más conocidas poesías de Jorge Luis Borges, titulada Otro poema de los dones: «Gracias quiero dar al divino / laberinto de los efectos y de las causas / […] por el amor, que nos deja ver a los otros / como los ve la divinidad» [28].

Recordemos a continuación uno de los más agudos aforismos de Joubert: «"Verlo todo en Dios" para encontrar todo bello. Porque para encontrar bellos los objetos bellos tienen que tener el sol detrás y la luz alrededor» [29].

Y después, así preparados, preguntemos: ¿cómo o, mejor, dónde nos ve Dios a cada uno de nosotros? La respuesta tradicional es que nos ve en Sí mismo o, si se prefiere, desde Sí mismo, desde la bondad que Él mismo nos ha dado. Por eso, aunque es cierto que también advierte nuestras manchas, nuestros defectos o pecados, no los conoce en ningún momento, al contrario de lo que sucede a los humanos, como si fueran algo, sino en su estricta condición de privación, de no-ser (como la ceguera o la sordera, que no poseen una realidad positiva, sino que se configuran tan sólo como una carencia, una falta). 

Y, por ende, aun cuando esta afirmación requeriría abundantes puntualizaciones, lo que primordialmente capta es el bien que Él nos ha participado y está de continuo manteniendo y desplegando en nosotros; lo otro, el mal, es una especie de añadido, o de recorte, a su obra (y que, en última instancia, como sucede en los ejemplos propuestos, no es —con entidad positiva—… aunque exista). Por eso puede amarnos con un querer infinito.

(Por eso… y porque quiere y sabe perdonar, de veras, hasta la médula. Aunque este punto daría paso a un sinfín de sabrosas consideraciones, me limitaré a citar una de ellas, expresada de forma certera por Étienne Gilson: «El Dios de nuestra Iglesia no es sólo un juez que perdona, es un juez que puede perdonar porque es, primero, un médico que cura» [30].)

Verdades que desembocan y se remansan en estas otras palabras de Joubert: «A mi entender, nuestras buenas cualidades son más nosotros que nuestros defectos. Cada vez que N no es bueno, es porque es diferente a sí mismo» [31].

Amar supone, por tanto, en consonancia con cuanto vengo apuntando, conocer a fondo lo que el ser querido es en el presente y, en vehemente progresión, lo que está llamado a ser, su ideal futuro. Y ese ideal resultará más concreto y perfilado a tenor de la hondura inteligente del cariño. Pues, en efecto, lo que comentaba Ortega a propósito del arte y de la imagen sensible, resulta por completo aplicable a cualquier otro acto de amor y a los contornos más eminentemente espirituales. «Cada fisonomía —escribe el filósofo español— suscita como en mística fosforescencia su propio, único, exclusivo ideal. Cuando Rafael dice que él pinta no lo que ve, sino "una certa idea che mi viene in mente", no se entienda la idea platónica que excluye la diversidad inagotable y multiforme de lo real. No; cada persona trae al nacer su intransferible ideal. ¡Cuántas veces nos sorprendemos anhelando que nuestro prójimo haga esto o lo otro porque vemos con extraña evidencia que así completaría su personalidad!» [32].

Todo esto no son teorías más o menos sugerentes o atractivas o utópicas, sino verdades fecundas, cargadas de un sinnúmero de repercusiones prácticas, vitales. Apuntaré sólo una, aplicable al conjunto de quienes, en un sentido u otro, tenemos la función de educar: cuando no somos capaces de descubrir los caminos por los que enderezar a las personas a nuestro cargo, o cuando sus defectos toman la delantera sobre sus cualidades y nos impiden reconocer la amable realidad de estas últimas, ni el diagnóstico ni la terapia son en exceso complicados: en el fondo suele haber una falta de buen amor; y el adecuado tratamiento consiste, entonces, en un incremento eficaz de nuestro cariño. Habrá sin duda, especialmente en determinadas ocasiones, que entender algo de pedagogía o de psicología. Pero lo que importa ante todo es implementar el calado y la enjundia de nuestro amor, hacerlo más hondo, más desprendido e intachable (venciendo, pongo por caso, ante una o varias acciones reprobables, ese enfado inicial que sin pretenderlo distorsiona la percepción): y entonces, la ampliación del alcance de nuestro conocimiento, nos permitirá «ver» lo que el educando necesita y, además, impulsará a éste a avanzar en los caminos de su propia mejora.

3. Las amables exigencias del cariño

a) Para avivar el proceso de mejora 

Pues es verdad que el amor no sólo descubre la futura perfección de quien estimamos, sino que, en sentido estricto, la exige, la reclama. El amor —respetando siempre la libertad ajena— obliga amablemente a perfeccionarse. 

Por eso, cuando el proceso formativo parece detenerse, la novación de la intención y de los bríos amorosos no sólo logra apreciar los senderos del adelantamiento del ser querido, sino que le impulsa a dar los pasos imprescindibles en esa dirección. 

Basta con querer mejor, de manera más gratuita y desprendida, con mayores bríos: no son necesarios muchos más medios. El buen amor —el de dos cónyuges cabales, pongo por caso— consigue hacer mejor al otro con solo la fuerza del afecto, sin necesidad apenas de palabras. Es el propio vigor del amor el que incita a progresar a aquel a quien se lo otorgamos. ¿Por qué motivos? 

Antes que nada, porque así, al corregirse, quien se descubre amado va advirtiéndose también menos indigno del querer que gratuitamente le consagran. 

Además, y sobre todo, porque nuestra predilección está poniendo ante su vista, quedamente, sin gritarlo, su propio ideal. Como apuntábamos, cuando queremos de veras no amamos tanto lo que la persona es, cuanto ese grado de plenitud final —el proyecto perfectivo futuro, en palabras de Scheler— que, en fuerza del cariño que da pujanza a nuestra inteligencia, hemos descubierto. Queremos a nuestros amigos, a nuestro cónyuge, a nuestros hijos —sin impacientarnos, sin inoportunos pedagogismos—, en toda esa apoteosis que el despliegue portentoso de su propio ser está llamado a alcanzar. Y, como advirtiera ya Goethe, al anhelarlos mejores de lo que son actualmente, les alentamos a avanzar en el camino de su propia superación. 

Gracias al cariño que le dispensamos, aquel a quien pretendemos perfeccionar conseguirá lo que por sí solo difícilmente lograría. Con palabras del filósofo Jean Guitton, recientemente fallecido: «Así, lo que el ideal moral nos obliga a realizar, a saber, ese "segundo ser" superior a nosotros mismos que es nuestro modelo, el amor nos permite obtenerlo de buen grado, de muy buen grado […]. Es tan difícil igualarse a sí mismo, por sí mismo, con un yo que está por encima de sí, como fácil es hacerse semejante a ese modelo de sí cuando es proyectado sobre uno mismo por el ser que nos ama. En los dos casos hay una especie de ilusión, puesto que se propone una imagen de algo aún inexistente. Pero, cuando esta imagen procede del amor de otro ser, tiene una potencia creadora. Por eso cada uno de nosotros actúa, realiza y hasta existe en proporción a lo que le cree capaz quien lo ama. El secreto de la educación es imaginar a cada ser un poco mejor de lo que es en realidad. ¿Qué soy yo, pues, sino lo que creen de mí los que me aman? Cuando la conciencia se cierra sobre sí misma, se seca y se atormenta y cuando se abre al amor se libera de sus cadenas interiores. Pero la conciencia sólo se abre cuando acoge al amor; así, en el circuito del amor la respuesta contiene más que la demanda y el don que se recibe más que el don que se hace» [33].

En resumen, la réplica amorosa al amor que concedemos a alguien es, con cadencia insoslayable, incremento de su propio ser. Como, al quererlo, lo queremos bueno, cumplido, activamos el proceso de su personal perfeccionamiento, avivado por la energía inigualable que nuestro cariño le aporta. Con magnífica intuición femenina lo expresaba Philine, la enamorada de Amiel, en la carta con que respondía a una probable regañina, también epistolar, de éste: «Mis desigualdades desaparecerán en cuanto esté a tu lado para siempre. Contigo mejoraré, me perfeccionaré, sin límites; porque a tu lado la saciedad y la desunión serán inconcebibles. No sabrás todo lo que valgo hasta que no pueda ser, junto a ti, todo lo que soy» [34].

b) Con manifestaciones muy concretas

Las consecuencias de cuanto venimos viendo en estas últimas páginas son asimismo abundantes. Señalaré algunas de ellas. 

1ª) La primera, el sentirse indigno del amor que a uno le ofrendan, por ejemplo, en la vida conyugal. Tengo que reconocer que uno de los hechos que más me han emocionado a lo largo de mi experiencia como marido y en el trato prolongado con otros matrimonios, es que tantas veces, y no sólo en los inicios de la existencia en común, uno de los esposos dice al otro: «te quiero con locura, incondicionalmente, y no comprendo, al mirar dentro de mí, cómo tú puedas amarme»; y la respuesta del cónyuge consiste en volver la oración por pasiva: «no, soy yo quien está encandilado contigo, y, conociéndome, me resulta imposible creer que me hayas elegido como esposo o esposa». 

Algunos considerarán todo esto romanticismo barato, y así me lo exponía no hace mucho, al final de una conferencia sobre el tema, una persona que concluyó su perorata diciendo: «¡yo sé muy bien las cualidades que tengo, y por las que mi mujer se ha enamorado de mí!». Reconozco que su intervención —en la que me acusaba de sentimentalismo y de ser más empalagoso que el propio Bécquer— me produjo una enorme pena. Tuve que contar hasta veinte, porque lo que el alma y la lengua me pedían era amonestarle de inmediato con la expresión «¡desgraciado!». Y esto, no en tono de recriminación ni mucho menos ofensivo, sino porque se estaba perdiendo lo más gratificante del amor, que es justo la certera sensación de que no lo merecemos. 

Como sostiene Étienne Rey, «para gustar plenamente de la felicidad, no hay como sentirse indigno de ella». Y Marta Brancatisano: «ser amados cuando somos los héroes o los primeros de la clase ni siquiera nos produce mucha satisfacción; pero ser amados cuando somos y nos comportamos como unos gusanos… ah, esto sí que es algo que conmueve las entrañas del mundo, algo que provoca un estupor capaz de dar nueva vida a quien recibe un amor así» [35], injustificado, gratis.

Y en el amor conyugal, todo es gratuito. Ciertamente, cualquier persona merece ser amada por su simple condición personal (también gratuita, fruto de la liberalidad creadora); pero que alguien haga de nosotros el objeto exclusivo de sus amores, el que se obligue mediante una promesa irrevocable a entregársenos de por vida y luche día a día por cumplirlo, en los momentos de alza y en los de bancarrota, eso nadie lo puede exigir, pues es resultado de una decisión completamente libre, que reclama nuestra entera gratitud.

De suerte que, aunque son muchas las razones que explican la especie de contradicción que acabo de exponer —reconocerse recíprocamente indignos del amor que nos otorgan—, una de ellas consiste, muy en concreto, en que quien ama no advierte sólo lo que engalana ahora al sujeto amado, sino toda la plenitud que está destinado a encarnar y que el amor descubre. Y, como dentro de cualquier matrimonio cabal, cada uno de los cónyuges quiere al otro más que a sí mismo, también detecta en él mucha más perfección que la que el otro alcanzaría por mera introspección. Y así, con toda esa maravilla, es como hace reposar en él su afecto. 

2ª) Otro de los efectos inesquivables del amor, ya antes aludido, es que, en cuanto alguien se enamora y se descubre correspondido, con independencia de su edad, condición social, estado de salud, etc., formula inevitablemente un propósito de mejora, para hacerse menos indigno del amor que le están regalando. Por eso, cuando escuchamos respecto a alguna persona la triste afirmación de que «no ha sido nada en la vida», podemos estar seguros de que nadie la ha amado de veras. 

Es sin duda el sentido que encierra esta sentencia de Gautier: «Nada contribuye a hacer malo a un hombre, como el no ser amado». Y probablemente el que cabría asignar a las siguientes afirmaciones de Niemeyer: «El amor engendra amor e incluso la naturaleza ruda no siempre alcanza a resistir su fuerza. Si muchísimos hombres hubieran hallado más amor en su infancia y su juventud, se hubieran humanizado en mayor grado».

En consonancia con estas últimas palabras, la consecución de una vida lograda es tantas veces fruto de la conciencia de ser queridos y de la confianza inquebrantable que quien lo ama —una madre, pongo por caso— deposita en aquel a quien quiere… y hace surgir en él. (Antonio Millán-Puelles, uno de los más eminentes filósofos contemporáneos, repite, con gratitud convencida y en la intimidad, que lo que ha llegado a ser en la vida lo debe en buena medida al cariño de su madre, que le instaba llena de fe: «Hijo mío, tú serás algo grande»).

3ª) Por fin, podríamos referirnos al egoísta. Suele considerarse como definitorio de esa condición el que la persona enclaustrada en sí misma se niegue con más o menos conciencia a querer a los demás; pero esto, en ocasiones, puede ser sólo el resultado de una mala educación o de un temperamento no corregido… Mucho más revelador del efectivo egoísmo es, por el contrario, que quien se encuentra aquejado por este defecto capital rechace ser amado: justamente porque advierte que, con el cariño recibido, habría de esforzarse por mejorar, saliendo de sí y queriendo a su vez… y no está dispuesto a soportar los sacrificios —sabrosísimos, por otra parte, aun cuando él lo ignore— que impone «el amar por ser amado».

c) Y el esfuerzo de la propia entrega 

Corroboración en el ser, exigencia de plenitud, descubrimiento de una perfección que uno mismo no percibe en sí, anhelos impetuosos de mejora… 

Mucho mejor lo ha dicho el poeta, en el que considero todavía como el más iluminado canto amoroso en castellano de todo el siglo XX, La voz a ti debida, de Pedro Salinas: «Perdóname por ir así buscándote / tan torpemente, dentro / de ti. / Perdóname el dolor, alguna vez. / Es que quiero sacar / de ti tu mejor tú. / Ese que no te viste y que yo veo, / nadador por tu fondo, preciosísimo. / Y cogerlo / y tenerlo yo en alto como tiene / el árbol la luz última / que le ha encontrado al sol. / Y entonces tú / en su busca vendrías, a lo alto. / Para llegar a él / subida sobre ti, como te quiero, / tocando ya tan sólo a tu pasado / con las puntas rosadas de tus pies, / en tensión todo el cuerpo, ya ascendiendo / de ti a ti misma. / Y que a mi amor entonces le conteste / la nueva criatura que tú eras» [36].

(El verso final, con el verbo en pasado, representa la cumbre de esta inspiradísima composición: Salinas afirma aquí que el despliegue personal de todo ser humano es justo eso, desarrollo; y que el conjunto de su plenitud se encontraba de algún modo contenido en el ser que Dios le dona en el momento mismo de su creación. Nuestra tarea es desenvolver esa riqueza hasta alcanzar, al término de la vida, aquello que, hasta cierto punto, ya éramos desde el comienzo —la belleza está cerca del origen, afirmaba Goethe—. Y para lograrlo necesitamos del amor de los otros.)

También Gregorio Marañón, en uno de los pasajes del estudio sobre Amiel que antes citaba, lo expresa con acribia insuperable… con tal de que lo que afirma de la mujer se aplique con idéntico vigor al varón: «Amiel ignoraba que la mujer ideal no se encuentra, en ese estado de perfección, casi nunca: porque, por lo común, no es sólo obra del azar, sino, en gran parte, obra de la propia creación […]. El ideal femenino, como todos los demás ideales, no se nos da nunca hecho; es preciso construirlo; con barro propicio, claro está, pero lo esencial es construirlo con el amor y el sacrificio de todos los días, exponiendo para ello, en un juego arriesgado, a cara o cruz, el porvenir del propio corazón» [37].

Llegados a lo cual considero conveniente insistir sobre un aspecto. Parece indudable que el amor, ese querer que alguien sea y obtenga la riqueza definitiva encerrada en su ser, se configura como el motor de toda educación, de cualquier intento de ayudar a otras personas. Pero quisiera añadir que, justo por tratarse de personas, cada una de ella es irrepetible, y su perfección —gozando de cierta analogía con la de los demás— se conforma también de una manera estrictamente singular e irreiterable. Por eso, lo que siempre debemos perseguir a través del amor más acendrado es que el ser a quien queremos alcance su propio apogeo: el suyo, realmente distinto del de cualquier otro individuo humano entre los que existen, han existido o existirán… y también del nuestro propio. 

Recuérdese que Aristóteles definía el amor como «querer el bien del otro en cuanto otro». Y evóquense también las palabras dirigidas por Unamuno a un escritor novel, que se quejaba ante el maestro de que su producción no era suficientemente reconocida. Don Miguel le contestó: «No te creas más, ni menos ni igual que otro cualquiera, que no somos los hombres cantidades. Cada cual es único e insustituible; en serlo a conciencia, pon tu principal empeño» [38].

Lo apunta asimismo Julián Marías, aunque desde una perspectiva un tanto diversa, que subraya más las necesidades del amante que la búsqueda del bien de la persona amada. Con todo, rectificando levemente el punto de mira, cuanto afirma constituye un resumen plenamente aprovechable en nuestro propio contexto: «Lo que he llamado la "insaciabilidad" del amor quiere decir que no se contenta con ninguna abstracción, que no le basta tal o cual aspecto de la persona amada, sino que aspira a ella en su integridad, pasada, presente y futura, corporal y anímica, sentimental e intelectual, en este mundo y en el otro.

»En su realidad temporal, a lo largo de la vida —no perdamos de vista que la vida humana es un transcurso o decurso argumental, en que el tiempo vivido se va sedimentando y permite desde él la anticipación del futuro previvido—, el amor consiste muy principalmente en dejar ser. Esta es la raíz de su imprescindible respeto, compatible con su avidez que llega hasta la insaciabilidad de que acabo de hablar. El que ama necesita tanto a la persona amada, que tiene que dejarla ser lo que es, lo que tiene que seguir siendo.

»Lo único que puede hacer activamente sobre ella es estimular el nacimiento de lo más propio y lo mejor, ayudarla a descubrirse, a verse como en un espejo que le ofrece el que la ve. El que quiere transformar a la persona amada —error tan frecuente— no la ama de verdad, ya que esto lleva a querer que sea lo más posible ella misma, y por eso se limita a intentar despojarla de adherencias postizas, para dejar su realidad exenta, no para cambiarla por la propia o por la personalmente preferida» [39].

Y con esto podemos pasar al último punto.

Notas

[24] Cito por la versión de Ayllón, José Ramón, Altair, Sevilla 1998, nn. 123 y 129.

[25] Nédoncelle, Maurice, La réciprocité des consciences, París 1942, p. 319.

[26] Chesterton, Gilbert Keith, Ortodoxia, 1908, en El amor o la fuerza del sino, Antología elaborado por Álvaro de Silva, Rialp, Madrid 1993, p. 47.

[27] Hildebrand, Alice Von, Cartas a una recién casada, Palabra, Madrid 1997, p. 150.

[28] Borges, Jorge Luis, Antología poética 1923-1927, Alianza/Emecé, Madrid, 5ª reimp. 1993, p. 78, «Otro poema de los dones».

[29] Joubert, Joseph, Pensamientos, Edhasa, Barcelona 1955, p. 89, núm. 592.

[30] Gilson, Étienne, El amor a la sabiduría, Ayse, Caracas 1974, p. 85.

[31] Joubert, Joseph, Pensamientos, Edhasa, Barcelona 1955, p. 69, núm. 419.

[32] Ortega y gasset, José, "Estética en el tranvía", en El espectador, I.

[33] Guitton, Jean, Ensayo sobre el amor humano, Ed. Sudamericana, Buenos Aires 1968, p. 75.

[34] Marañón, Gregorio, Amiel, Espasa-Calpe, Madrid, 11ª ed. 1967, p. 134.

[35] Brancatisano, Marta, La gran aventura, Grijalbo, Barcelona 2000, p. 68.

[36] Salinas, Pedro, La voz a ti debida, Clásicos Castalia, Madrid 1974, 2ª ed., pp. 93-94.

[37] Marañón, Gregorio, Amiel, Espasa-Calpe, Madrid, 11ª ed. 1967, p. 112.

[38] Unamuno, Miguel de, «¡Adentro!», en Obras selectas, Plenitud, Madrid 5ª ed. 1965, p. 186. 

[39] Marías, Julián, La educación sentimental, Alianza Editorial, Madrid 1992, p. 282

El Prof. Tomás Melendo es Catedrático de Filosofía (Metafísica). Director Académico de los Estudios Universitarios sobre la familia. Universidad de Málaga Para una exposición complementaria y mucho más amplia de este asunto, cfr. T. Melendo, Ocho lecciones sobre el amor humano, Rialp, Madrid, 4ª ed. 2001.

 
 Fuente:

almudi.org

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