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La familia. Amor
Autor
 Camilo Valverde Mudarra

 

El laicismo, relativismo y materialismo, al atacar y destruir los valores tradicionales y cristianos, intentan desmoronar y destrozar la idea y la realidad esencial de la familia. La sociedad, que se afana exclusivamente en la búsqueda de la felicidad del disfrute sensual y del bienestar material, va soslayando sus deberes familiares y sociales, envuelta en atroces egoísmos que la abocan a su propia debacle. Estos agentes introductores de novedosas formas y distorsiones que arrastran la deformación de la familia, buscan destruir la sociedad y, con ella, la propia nación; la unión matrimonial sufre frecuentemente la agresión del individualismo y del hedonismo. En la actualidad, las maniobras socio-políticas, francamente tendenciosas, se encaminan a perturbar la familia, y, en consonancia, con su inquina, el cuerpo social.

     La familia es el núcleo natural y fundamental de la sociedad. No apuntamos, con ello, sólo hacia un ideal, un mito o un desideratum; es un hecho real y constatable. La agresión y su derribo agostan la estructura social, hasta dejar exhausta la salud constitutiva del tejido nacional. La familia, ámbito primario de sostén y esfuerzo mutuos y de consolidación y madurez de los hijos es, en virtud del vínculo matrimonial, el fundamento de las comunidades humanas. Ha de afianzar la unión, huir de estorbos y desvíos, prever los peligros y seducciones; y, en la entrega diaria, poner amor, donde no haya amor con mimo y cuido diarios. El matrimonio fecundo tiene sus raíces en la oferta y en el amor. La ruptura, el repudio y el divorcio, se deben a la “dureza del corazón humano”, aferrado a muchos egoísmos y ambiciones que minan la comunión, ayuna de la disculpa y la paciencia. La rudeza que lleva a la violencia. La impiedad, la obstinación en el egocentrismo y el epicureismo personal y social crean situaciones irreversibles y tan difíciles para la convivencia por el desamor, que hacen precisa la separación; claro que siempre será mejor que mantener el insulto, la vejación, la rabia enquistada y, al final, el triste desenlace de la sangre y el asesinato. La afirmación de la familia estriba en sustentarla, favorecerla y protegerla.

         El divorcio y las rupturas de la unidad familiar, la soltería prolongada en el tiempo,  por comodidad y huida del compromiso y la responsabilidad, las novedades de convivencia y la demolición de la familia que se fomentan, que se toman y tildan de progresía, en realidad representan un exterminio desolador. El apoyo social a la familia resulta del estado de bienestar nacional. Pero, el cimiento más importante procede del fuero interno de la familia misma. La familia cubre e impulsa todo sustento, cuidado, amor, cariño, prosperidad y seguridad.

Por ello, dada la estabilidad necesaria del núcleo familiar, se ha de estudiar muy detenidamente la elección y no dejarse cegar por los halagos y entusiasmos enamoradizos del principio. Aquel que, olvidó sus palabras de amor o engañó a la mujer con falsos requiebros y quemó su amor en el despego y el olvido que se hace agravio y desprecio, es mejor cortarlo y dejarlo. Hay hábitos y tendencias del carácter que, con la observación, se detectan y muestran los posibles problemas que seguro vendrán. Y, en ese primer momento, que es más fácil y menos doloroso, se debe desechar y marchar cada uno hacia otros horizontes y caminos. 

El amor, como la plantita que se cría, hay que regarlo con el afecto y la excusa, abonarlo con la dedicación al otro y con la paciencia y podarlo del individualismo y de todas las afecciones y distracciones contrarias a la unidad familiar. Se necesita gran fuerza de voluntad que motive a vencer los obstáculos y preserve la necesaria unidad; la voluntad se mide por la integridad personal, por la consistencia que se ha almacenado en el alma. Voluntad es mantenerse firme en los compromisos personales libremente asumidos. Es respetarse a sí mismo y al otro. Es el poder interior que supera y doblega el impulso y el deseo del momento, que hace olvidar los gustos e inclinaciones nocivas a la familia y afirmar los fundamentos y refuerzos que sostienen su estabilidad. Para evitar derrumbes, es preciso contar con una buena formación para ser administradores efectivos de su consistencia. “La administración es disciplina puesta en práctica”, dice Corvey, quien asegura que la autodisciplina subordina a los valores todos los sentimientos, impulsos y estados de ánimo.

         Se dice con frecuencia, para exculpar las rupturas provocadas por los egoísmos y las veleidades, que el amor se terminó. No, el amor no termina; es que Vd. lo ha destrozado, lo ha derrochado en sus salidas y diversiones, en sus descuidos y en sus caprichos. No ha estado en la unión, en la dádiva y en la entrega cotidiana; no ha renunciado a sus gustos y sacrificado querencias y amistades nocivas que estorban y distraen de la atención necesaria que precisa el entronque y la conjunción con el ser amado, que requiere el cuido y la presencia en la familia, y la obligación de estar pendiente de la educación de los hijos. El amor no finaliza, no se acaba, el amor es eterno. Pero hay que estar en él, en su calor, en su ritmo; hay que desprenderse de las cizañas y desbrozarlo de los espinos y pedregales. Necesita cultivo y voluntad decidida todos los días, paciencia y servicio; desechar la soberbia y la ofensa, el interés y el enfado; huir del rencor, de la mentira y de la afrenta; el amor no quiere el mal, busca siempre la verdad. El amor, dice San Pablo “todo lo excusa, lo cree todo, todo lo espera, todo lo tolera. No cesa jamás” (I Cor 13,1-8). La caridad perdura siempre, es eterna.

         El poeta sevillano G. A. Bécquer, en la Rima que titula “Amor eterno”, canta esta misma idea:

 

Podrá nublarse el sol eternamente;
podrá secarse en un instante el mar;
podrá romperse el eje de la tierra
          como un débil cristal.

 

¡Todo sucederá! Podrá la muerte
cubrirme con su fúnebre crespón,
pero jamás en mí podrá apagarse
          la llama de tu amor.

                                                                                  O4, III, p. 273

 

         La paz y el amor a nivel personal, familiar e internacional no reside sólo en la ausencia de guerra y del odio. El daño que produce su carencia y vacío es inconmensurable. Para establecer la paz, hay que saber perdonar, olvidar y comprender. La paz en el amor consiste en darse a los otros. La paz procura el bien y evita el mal.

 
 Fuente:

autorescatolicos.org

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