Los esposos cristianos han de ser conscientes de que
están llamados a santificarse santificando, de que están llamados a
ser apóstoles, y de que su primer apostolado está en el hogar.
Deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de
una familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana en
la sociedad. De esta conciencia de la propia misión dependen en gran
parte la eficacia y el éxito de su vida: su felicidad.
Pero que no olviden que el secreto de la felicidad conyugal está en
lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida
que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en
el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera;
en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con
deportividad; en el aprovechamiento también de todos los adelantes
que nos proporciona la civilización, para hacer la casa agradable,
la vida más sencilla, la formación más eficaz.
Digo constantemente, a los que han sido llamados por Dios a formar
un hogar, que se quieran siempre, que se quieran con el amor
ilusionado que se tuvieron cuando eran novios. Pobre concepto tiene
del matrimonio – que es un sacramento, un ideal y una vocación –, el
que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y los
contratiempos, que la vida lleva siempre consigo. Es entonces cuando
el cariño se enrecia. Las torrenteras de las penas y de las
contrariedades no son capaces de anegar el verdadero amor: une más
el sacrificio generosamente compartido. Como dice la Escritura,
"aquae multae" –las muchas dificultades, físicas y morales– "non
potuerunt extinguere caritatem" (Cant 8, 7), no podrán apagar el
cariño.