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La familia. Honrad a los Padres II
Autor
Camilo Valverde Mudarra

II. El reconocimiento del hombre  

         La familia realiza, ante todo, el bien del «estar juntos», bien por excelencia del matrimonio, de ahí su indisolubilidad y de la comunidad familiar. Se lo podría definir, además, como bien de los sujetos. En efecto, la persona es un sujeto y lo es también la familia, al estar constituida por personas que, unidas por un profundo vínculo de comunión, forman un único sujeto comunitario. Asimismo, la familia es sujeto más que otras instituciones sociales: lo es más que la nación, que el Estado, más que la sociedad y que las organizaciones internacionales. Estas sociedades, especialmente las naciones, gozan de subjetividad propia en la medida en que la reciben de las personas y de sus familias. ¿Son, éstas, observaciones sólo «teóricas», formuladas con el fin de «exaltar» la familia ante la opinión pública? No, se trata más bien de otro modo de expresar lo que es la familia. Y esto se deduce también del cuarto mandamiento.

         Es una verdad que merece ser destacada y profundizada. En efecto, subraya la importancia de este mandamiento incluso para el sistema moderno de los derechos del hombre. Los ordenamientos institucionales usan el lenguaje jurídico. En cambio, Dios dice: «honra». Todos los «derechos del hombre» son, en definitiva, frágiles e ineficaces, si en su base falta el imperativo: «honra»; en otras palabras, si falta el reconocimiento del hombre por el simple hecho de que es hombre, «este» hombre. Por sí solos, los derechos no bastan.

Por tanto, no es exagerado afirmar que la vida de las naciones, de los Estados y de las organizaciones internacionales «pasa» a través de la familia y «se fundamenta» en el cuarto mandamiento del Decálogo. La época en que vivimos, no obstante las múltiples Declaraciones de tipo jurídico que han sido elaboradas, está amenazada en gran medida por la «alienación», como fruto de premisas «iluministas» según las cuales el hombre es «más» hombre si es «solamente» hombre. No es difícil descubrir cómo la alienación de todo lo que de diversas formas pertenece a la plena riqueza del hombre insidia nuestra época. Y esto repercute en la familia. En efecto, la afirmación de la persona está relacionada en gran medida con la familia y, por consiguiente, con el cuarto mandamiento. En el designio de Dios la familia es, bajo muchos aspectos, la primera escuela del ser humano. ¡Sé hombre! —es el imperativo que en ella se transmite—, hombre como hijo de la patria, como ciudadano del Estado y, se dice hoy, como ciudadano del mundo. Quien ha dado el cuarto mandamiento a la humanidad es un Dios «benévolo» con el hombre, (filanthropos, decían los griegos). El Creador del universo es el Dios del amor y de la vida. Él quiere que el hombre tenga la vida y la tenga en abundancia, como proclama Cristo (cf. Jn 10, 10): que tenga la vida ante todo gracias a la familia.

         Parece claro, pues, que la «civilización del amor» está estrechamente relacionada con la familia. Para muchos la civilización del amor constituye todavía una pura utopía. En efecto, se cree que el amor no puede ser exigido por nadie ni puede imponerse: sería una elección libre que los hombres pueden aceptar o rechazar.

         Hay parte de verdad en todo esto. Sin embargo, está el hecho de que Jesucristo nos dejó el mandamiento del amor, así como Dios había ordenado en el monte Sinaí: «Honra a tu padre y a tu madre». Pues el amor no es una utopía: ha sido dado al hombre como un cometido que cumplir con la ayuda de la gracia divina. Ha sido encomendado al hombre y a la mujer, en el sacramento del matrimonio, como principio frontal de su «deber», y es para ellos el fundamento de su compromiso recíproco: primero el conyugal, y luego el paterno y materno. En la celebración del sacramento, los esposos se entregan y se reciben recíprocamente, declarando su disponibilidad a acoger y educar la prole. Aquí están las bases de la civilización humana, la cual no puede definirse más que como «civilización del amor».

         La familia es expresión y fuente de este amor; a través de ella pasa la corriente principal de la civilización del amor, que encuentra en la familia sus «bases sociales».

Los Padres de la Iglesia, en la tradición cristiana, han hablado de la familia como «iglesia doméstica», como «pequeña iglesia». Se referían así a la civilización del amor como un posible sistema de vida y de convivencia humana. «Estar juntos» como familia, ser los unos para los otros, crear un ámbito comunitario para la afirmación de cada hombre como tal, de «este» hombre concreto. A veces puede tratarse de personas con limitaciones físicas o psíquicas, de las cuales prefiere liberarse la sociedad llamada «progresista». Incluso la familia puede llegar a comportarse como dicha sociedad. De hecho lo hace cuando se libra fácilmente de quien es anciano o está afectado por malformaciones o sufre enfermedades. Se actúa así porque falta la fe en aquel Dios por el cual «todos viven» (Lc 20, 38) y están llamados a la plenitud de la vida.

         Sí, la civilización del amor es posible, no es una utopía. Pero es posible sólo gracias a una referencia constante y viva a «Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien proviene toda paternidad 1 en el mundo» (cf. Ef 3, 14-15); de quien proviene cada familia humana (CARTA A LAS FAMILIAS DEL PAPA JUAN PABLO II ).

 
 Fuente:

autorescatolicos.org

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