¿HAY QUE BAUTIZAR A LOS
NIÑOS PEQUEÑOS?
Desde los tiempos apostólicos
la Iglesia ha venido bautizando a los niños ya en el comienzo de su
existencia, aunque todavía no sean capaces de entender lo que el
bautismo significa. Esta práctica, avalada por más de veinte siglos
de historia, está basada también en principios teológicos
fundamentales.
La gracia bautismal es un don gratuito, que Dios nuestro Padre hace
a sus hijos, antes de que éstos puedan hacer algo para merecerla.
Los padres cristianos, como quieren lo mejor para sus hijos, también
deben procurar para ellos la gracia de ser hijos de Dios, ya desde
el comienzo de su existencia.
La gracia bautismal elimina el pecado original e infunde en los
niños el don de la fe, de la esperanza y de la caridad, así como los
dones del Espíritu Santo, haciéndolos además miembros de la gran
familia que es la Iglesia. Y, sobre todo, los hace hijos de Dios.
También hay que tener en cuenta que el bautismo es el fundamento de
la vida cristiana. En consecuencia, los padres y padrinos han de
procurar que los años de la niñez, la adolescencia y la juventud
sean como un catecumenado, un camino progresivo de iniciación a la
vida cristiana y de inserción en la Iglesia. Los bautizados, según
vayan creciendo, han de comprender y apreciar el gran don del
bautismo.
Los padrinos y, de modo especial, los padres, con su palabra y con
su ejemplo, tienen que ser los primeros maestros en la enseñanza de
las verdades cristianas. Además han de saber escuchar a estos niños
según vayan creciendo, pues quien se ha sentido escuchado sabrá
también escuchar. Y, sobre todo, escuchando a sus hijos, los padres
les están enseñando a escuchar la Palabra de Dios, de la que nace y
se alimentan la fe y la vida cristiana.
La misión de los padres no se limita a la vida física. También están
llamados a engendrar a sus hijos en la fe y en la vida del espíritu.
Padres y padrinos han de ayudar a los niños a crecer fieles al
evangelio, dispuestos a amar a Dios sobre todas las cosas y a todos
los hombres como hermanos.
EL BAUTISMO, DON DE DIOS Y TAREA DEL CRISTIANO
En el bautismo no sólo son
perdonados el pecado original, así como los pecados personales, si
se trata de un adulto. Además el bautizado es transformado en una
criatura nueva a imagen de Cristo muerto y resucitado. Esta
transformación es consecuencia de los dones que Dios le hace y que,
a lo largo de su vida, serán la base de su existencia cristiana y de
un estilo de vida consecuente con ellos. El bautismo es, a la vez,
don de Dios y tarea permanente del cristiano.
La gracia bautismal es participación en la vida de Dios, que es
comunión interpersonal del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El
cristiano ha de vivir este don bautismal como comunión filial con
Dios y como gracia fraterna con los hermanos. En el bautismo el
cristiano recibe el Espíritu Santo, que habitará en él como en un
templo. Es el Espíritu Santo el amor personal de Dios, que estará
presente en lo más íntimo del bautizado, para guiarlo y darle fuerza
y, sobre todo, para hacerle cercano y presente el amor de Dios. A lo
largo de su vida el cristiano tiene la tarea de ser dócil al
Espíritu Santo, dejándose guiar por él.
La participación en la vida divina y la presencia del Espíritu Santo
capacitan al bautizado para creer en Dios, esperar en él y responder
al amor de Dios, amándole a él sobre todas las cosas y amando a los
hermanos como Cristo nos ama. Estos dones de la fe, la esperanza y
la caridad serán también, en cuanto virtudes, la tarea fundamental
de la vida cristiana.
Por el bautismo nos incorporamos a la Iglesia, Cuerpo de Cristo,
Pueblo de Dios y gran Familia de los bautizados. El sacramento del
bautismo es el vínculo sacramental de la unidad entre los miembros
de la Iglesia. Por él participamos de la misión de la Iglesia,
recibida de Cristo sacerdote, profeta y rey. Esta pertenencia a la
Iglesia hay que vivirla gozosamente como un don de Dios, pero
también como una decisión personal permanentemente ratificada.
El bautismo es la puerta que nos conduce a la vida sacramental de la
Iglesia, que ya en sí misma es el gran sacramento de salvación y por
cuyos sacramentos (bautismo, confirmación, penitencia, eucaristía,
orden sacerdotal, matrimonio y unción de enfermos) Cristo resucitado
sigue ofreciendo su gracia salvadora en los diversos momentos y
situaciones de la vida del cristiano.