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Entrega y vida: la moral conyugal
Autor
Mons. Francisco Gil Hellín

 

La presente intervención, cuyo objeto es la moral conyugal, tiene como punto de partida la consideración de una verdad fundamental para la moral: el matrimonio es bueno. No es que el matrimonio sea una realidad que va haciéndose buena a lo largo de la vida de los esposos. Es ya bueno desde el principio de la vida matrimonial. El matrimonio está siempre presente en la vida de los cónyuges no como si fuera sólo un simple recuerdo de algo que sucedió en el pasado, sino siendo su raíz profunda, su sustento continuo, su base permanente, su fuerza escondida. Esta bondad del matrimonio es como la savia que vivifica el árbol frondoso de la vida matrimonial.

A veces, cuando se habla de moral conyugal, se advierte la tendencia a aludir al matrimonio como una especie de "condición" para la vida conyugal. Como si el matrimonio sólo fuera algo que hay que hacer, para después poder convivir como marido y mujer. Algo así como un requisito, un trámite, una cierta formalidad, que diera a los esposos una especie de "tarjeta de crédito" que les permitiera vivir como esposos. Esta es una visión muy pobre del matrimonio. La bondad del matrimonio no se reduce a las cosas buenas y santas que pueden vivir las personas casadas. Es algo mucho más profundo y radical. La bondad del matrimonio se enraíza en el orden del ser, de la ontología, de la realidad misma forjada de la unión fiel y fecunda entre un hombre y una mujer. Y es la bondad misma de esta novedad en el orden del ser, que es el matrimonio, la raíz vital de la vida conyugal, y el fundamento de la moral conyugal.

Vamos a intentar ver la razón de la bondad del matrimonio, es decir, vamos a profundizar en la bondad de la raíz misma de la vida matrimonial, su ser, de manera que podamos entender el sentido verdaderamente humano de la moral conyugal. La moral conyugal no puede ser reducida a una especie de "instrucciones de uso" del matrimonio, que es lo que sucede cuando no se entiende que el matrimonio es una realidad ontológica, y no sólo fáctica: es lo que los esposos son lo que permite entender el porqué deben comportarse como tales, y no lo contrario.

Para ello comenzaremos explicando qué es la comunión conyugal: aquella nueva realidad generada por la entrega matrimonial, fruto de la institución del matrimonio, que es un bien no sólo para los cónyuges, sino que se extiende a la sociedad y a la misma familia humana. La familia, la semilla de vida del género humano, se nutre y crece, se desarrolla, a partir de ese bien maravilloso que es la comunión conyugal que surge con el matrimonio. Ese bien que es la comunión conyugal, por tanto, contiene en sí misma un proyecto de vida, que va iluminando todas y cada una de las elecciones, de los compromisos, de las acciones que van trazando la vida moral de la pareja, en la realización de su vocación a la santidad. El ser del matrimonio es el fundamento de su obrar. Y de este modo, la entrega inicial de los cónyuges es como el "norte" de la brújula que señala el sentido de sus acciones.

Después nos detendremos a considerar algunas de las conclusiones que se desprenden de lo anterior para la moral. La primera de ellas es la siguiente: los actos del matrimonio dejan de ser considerados como átomos singulares e independientes, porque la moralidad de todo ellos está enraizada, mediante las virtudes, en la bondad misma del estado matrimonial. La vida moral del matrimonio y el desarrollo de sus virtudes, por tanto, son la realización temporal de un bien: la comunión conyugal que surge con la entrega de los esposos. Segundo: el fin de un acto matrimonial está en función no sólo del fin del matrimonio: está vivificado por el ser mismo y por la bondad de lo que los esposos son. Dicho de otro modo: lo que los cónyuges quieren realizar, es bueno en la medida en que corresponde a lo que los esposos verdaderamente son. Finalmente, consideraremos también que la gracia y la caridad conyugales se encuentran también fundadas en una realidad buena en la que subsisten: la persona de los cónyuges que se han entregado mutuamente constituyendo una unidad de vida, en la diversidad de las personas.



Matrimonio: ser y obrar



El Libro del Génesis nos muestra a Dios durante la Creación. Tras la aparición de los animales vivientes que "bullen en las aguas", y de las aves del cielo, Dios los bendice, añadiendo la Escritura "Y atardeció y amaneció, día quinto" (Gen 1, 23). 

Al día siguiente, Dios, tras la creación de los animales que pueblan la tierra, dice "Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra" (Gen 1, 26). Y Dios creó el hombre y la mujer, bendiciéndoles y diciéndoles "Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla" (Gen 1, 28), tras de lo cual añade la Biblia: "Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien. Y atardeció y amaneció: día sexto. Concluyerónse, pues, los cielos y la tierra y todo su aparato, y dio por concluida Dios en el séptimo día la labor que había hecho, y cesó en el día séptimo de toda la labor que hiciera" (Gen 1, 31 -2, 1).

Tras la Creación del mundo, y la del hombre y mujer, Dios vio que "estaba muy bien". ¿Qué es lo que Dios vió que era bueno? En efecto, Dios tenía ante sí todo cuanto había creado. Pero sobre todo, tenía ante sí a quienes habitaban en el mundo, hechos a su imagen y semejanza. Ciertamente, Dios vio a cada uno de ellos como un individuo, una persona, algo muy bueno. Pero no sólo. Dios vio también que entre el hombre y la mujer, seres diferenciados el uno del otro, había una relación recíproca: el hombre estaba en relación con la mujer; la mujer estaba en relación con el hombre. Por ello les bendice a los dos. Y les dice a los dos "Sed fecundos". Dios, por tanto, ha bendecido (ben-decir, decir que es buena) una realidad. Ha llamado "buena" la realidad de la relación entre el hombre y la mujer que Él mismo ha creado. Dios, que con su mirada escrutadora todo lo conoce, vio que la relación entre el hombre y la mujer era buena. Dios en la diversidad de dos seres creados, el hombre y la mujer, se dirige a ellos como una unidad: "Sed fecundos". No le dice al hombre: "fecunda" y a la mujer "Sé fecundada". No. Se dirije a los dos como una unidad: "Sed fecundos".

La relación de entrega mutua entre el hombre y la mujer, la diversidad en la unidad que se manifiesta en la misma, es un bien. Dios mismo nos lo revela. La entrega mutua de pertenencia entre el hombre y la mujer que forman una unidad de vida es buena. No es algo malo. Ni siquiera es algo indiferente, en la medida en que contribuya a la realización de otra cosa. No. Dios dice, simplemente, que es buena. Y es una bondad digna de ser elegida en la conformación de la unidad de dos que es el matrimonio: "Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne" (Gen 2, 24).

La entrega mutua por la cual el hombre y la mujer se pertenecen y forman "una carne" es un bien radical y primario del matrimonio. Es el mismo ser del matrimonio. El matrimonio es, radical y primariamente, la realidad buena generada por esa entrega. Una realidad buena compartida por los dos cónyuges en su unión, compartida en común. La entrega mutua es un bien común de la unión de los dos cónyuges. La comunión conyugal es el mismo ser del matrimonio.

Es preciso ahora darse cuenta de que la comunión conyugal, fruto de la mutua entrega, no es un fin del matrimonio. La comunión conyugal es lo que los esposos son. Cada uno de los novios se convierten en esposo y esposa en el matrimonio: la comunión conyugal es lo que el matrimonio es, no lo que cada uno de ellos hace.

Me parece que un ejemplo puede ayudar a entender que la comunión conyugal no es un fin del matrimonio, sino su mismo ser. Ahora se habla mucho de la economía y de la fusión de empresas. Cuando dos grandes empresas se unen (por ejemplo, en la creación de esos grandes bancos de hoy en día), la nueva empresa que surge de la fusión de las dos antiguas no es el fin de cada una de ellas. Las viejas empresas, simplemente, pasan a formar parte de una nueva unidad. La nueva empresa que surge con la fusión, simplemente es el ser de lo que antes era otra empresa, y no el fin de las anteriores. El conjunto de bienes de los dos individuos anteriores sigue existiendo, pero ahora forman parte del ser común de la nueva unidad. Algo semejante acontece con la comunión matrimonial.

La comunión conyugal que surge con la entrega es un bien, existe en el orden del ser, de lo que los esposos son. No es algo que los cónyuges hacen, algo que los cónyuges se proponen como fin. La comunión conyugal precede a lo que los esposos se proponen hacer y se señalan a sí mismos como fin a realizar. Está antes de todo ello, vivificándolo, siendo su raíz, su base, su fundamento, su sustento, su ser como unidad en la diversidad.

Sin embargo, cabe preguntarse porqué Dios ha creado este bien, ¿acaso no era suficiente crear al ser humano en soledad? Dios crea una especial bondad en cada individuo hombre o mujer. Su ser personal está sobre las demás criaturas porque cada ser humano es a imagen y semejanza de Dios. Sin embargo el ser del hombre es diverso del ser divino. Es ser participado. El ser del hombre se despliega en el tiempo, se extiende a lo largo de los días, los meses, los años. Por eso Dios dijo: "No es bueno que el hombre esté solo" (Gen 2, 18). No se trata, entonces, del bien propio de la ontología del individuo, de la bondad participada de cada persona humana. Se trata de la bondad propia del conjunto formado por la unidad entre hombre y mujer.

Una ulterior consideración se desprende de esta reflexión sobre la condición ontológica íntima de la mutua entrega en el matrimonio. Santo Tomás de Aquino nos enseña que algo es bueno cuando es conveniente a la naturaleza. En este sentido, para designar la relación entre lo que es bueno en absoluto, y aquello para lo cual es conveniente, Platón dice que "bien es aquello que todos apetecen". Ahora bien: el hombre es ser social. Sin la sociedad con otros seres humanos, el hombre no se desarrolla completamente, "no es bueno que el hombre esté solo". Sólo unos pocos - explica Sto. Tomás - después de la infancia y ya adultos (el niño tiene siempre necesidad de su madre y de su familia para desarrollarse armónicamente), pueden enriquecerse en la vida solitaria en la adquisición de las virtudes por amor de Dios (como los monjes), con un vínculo espiritual con la Iglesia y con la familia humana. Pero ordinariamente, la vida del hombre se desarrolla en interrelación con los demás hombres en sociedad. La bondad del matrimonio no se cierra en la persona de los cónyuges: se extiende a todo el ámbito social. La comunión conyugal tiene una intrínseca dimensión social. La entrega en el matrimonio es un bien para los cónyuges, pero también lo es para la entera sociedad. Tanto es así, que se trata de un bien fundamental de entre aquellos que forman parte del bien común de la humanidad.

La mutua entrega del matrimonio es el núcleo fundamental de socialización y el principio necesario de la subsistencia humana. Es la savia vivificante que sostiene la vida de ese árbol frondoso que es la sociedad de los hombres. Mediante ella, es posible la maduración de los frutos, la vida del árbol, su reproducción. Sin ella, la vida desaparece. Una sociedad en la que el matrimonio está en crisis se asemeja a un árbol enfermo y estéril, para el cual la palabra "esperanza" carece de sentido. Por este motivo, es muy importante que la sociedad tome conciencia de la importancia y centralidad del matrimonio y la familia para su futuro. Del bien de la entrega conyugal, y de su plasmación en la vida de los cónyuges, depende la vida y el futuro de la misma sociedad.



Mutua entrega y vida moral del matrimonio



La bondad de la relación conyugal entre el hombre y la mujer contiene en sí misma una verdad que es programa de actuación para la vida. El antiguo aforismo filosófico de la escolástica "operare sequitur esse" encuentra aquí una constatación existencial, viva, palpitante. La entrega mutua entre el hombre y la mujer es un bien porque corresponde a la verdad del ser mismo de la persona de naturaleza humana, tal y como Dios la ha creado.

Hay una verdad del ser de las cosas. Una verdad profunda que corresponde con la Sabiduría creadora de Dios, y que el hombre puede conocer (al menos, hasta cierto punto, porque el hombre es criatura) con la luz natural de su razón, e iluminado por Dios mediante la fe, de manera más completa. Hay, por tanto, una verdad de la entrega mutua, una verdad de ese bien que es la comunión conyugal, una verdad del matrimonio.

El respeto de esa verdad reconocida en el propio ser, en el propio corazón, es una invitación, al mismo tiempo, a realizar algo en la propia vida. Se trata de extender, a lo largo del tiempo, algo bueno. Se realiza, se plasma a lo largo de la vida del matrimonio aquello que lo constituye en el ser. Es algo así como lo que sucede cuando un gran pintor, como Velázquez, va plasmando mediante el pincel y el óleo un diseño genial en la tela. La vida matrimonial es el desarrollo de esa mutua entrega que la genera en la existencia. El respeto a la verdad de ese programa originario, de ese fundamento de la vida de los cónyuges como cónyuges, es la clave profunda de la bondad moral del matrimonio, como institución de la comunión entre el hombre y la mujer.

Así, por ejemplo, la unión entre dos hombres o entre dos mujeres no puede constituir una comunión conyugal. En primer lugar, el bien del matrimonio está enraizado en la verdad, que es patrimonio divino. El hombre no puede "crear" la verdad, sólo descubrirla, porque no le pertenece a él, sino a Dios. Y Dios, creador de ese bien que es la comunión conyugal, lo ha querido abierto a la vida. En la unión entre dos hombres o entre dos mujeres, no es ésta la verdad que subyace. Es una unión en sí misma incapaz de abrirse a la vida.

Además, el hecho de que esta unión homosexual no sea el bien de la comunión conyugal (que es capaz de enriquecer la diversidad en una unión matrimonial), y por tanto, no sea un bien para la personas que así viven, esto tiene una segunda repercusión. Esta unión no es orígen de vida, y de ello resulta un empobrecimiento, no sólo de las personas que así viven. También la entera sociedad se empobrece con ello. La unión entre un hombre y una mujer tiene una intrínseca dimensión social, y por ello el matrimonio es una institución fundamental, no sólo para el bien personal de cada cónyuge, sino también para el bien común de la entera sociedad. Por poner un ejemplo, si en un enjambre de abejas, un cierto número de abejas no producen miel o cera, ello repercute en toda la comunidad. Algo semejante puede decirse de la comunidad humana, para la cual el bien, más precioso que la miel o la cera, es la misma vida humana.

Toda la vida de los cónyuges, por tanto, es medida y regulada moralmente por la sintonía existente entre aquello que expresan las obras, lo que hacen los cónyuges, y aquello que es requerido por el ser conyugal, lo que los esposos son. Como la vida de una comunidad universitaria es regulada moralmente por la sintonía entre los que sus miembros hacen (estudiar, enseñar, investigar) y lo que es requerido por lo que dichos miembros de la comunidad universitaria son (estudiantes, profesores, investigadores, etc.).

Cuando hablamos de comunión, comunión conyugal, indicamos el ser del matrimonio, fruto de la mutua y personal entrega de los esposos que se convierte en ley y norma de todo su actuar sucesivo. Toda acción conyugal buena reproduce en la existencia concreta algún aspecto de aquella mutua entrega primordial. La bondad de cualquier acción concreta, si bien no puede plasmar toda la bondad de la entrega conyugal, ciertamente no puede contrariar en nada aquella ley de la entrega. Velázquez, con cada trazo de su pincel, no expresaba toda la grandeza de su diseño originario, pero, ciertamente, cada uno de sus trazos contribuye a la realización de ese proyecto, no lo contraría. El resultado final, en el ejemplo, es que confluyen un proyecto magnífico en una realización excelente: se trata de una obra de arte. En la reflexión que nos ocupa sobre la comunión conyugal, de dicha confluencia surge algo todavía más sublime: la santidad matrimonial.

La vida matrimonial, por tanto, en su dimensión moral, es la realización a lo largo del tiempo, de la bondad de la comunión conyugal, que es el ser de la unión esponsal.

Al poner de manifiesto que la mutua entrega es el fundamento ontológico de la moralidad de la vida matrimonial, conviene subrayar un segundo aspecto de la cuestión.

Mientras la comunión de entrega matrimonial es ser y no fin, la transmisión de la vida y su humanización sí lo es. La descendencia y su educación integral (humanización en el interno de la comunión familiar) son un fin que mana connaturalmente de la comunión conyugal.

Esto requiere una explicación. Fin, en el sentido en que aquí lo empleamos, no significa algo programado intencionalmente por el agente como término de su personal elección, es decir, lo que quien obra, se propone al obrar. Fin, en el sentido aquí empleado, es la perfección a la que el ser tiende connaturalmente y por sí mismo. Así, por tanto, es diferente decir que algo es bueno a decir que alguien se propone una cosa como fin. Un bien lo es no sólo después que alguien lo ha elegido y realizado como fin de su obrar, sino también antes. El que algo sea un bien precede al hecho de que un agente, reconociendo su bondad, se proponga alcanzarlo como fin.

Es lo que sucede con el matrimonio. El matrimonio es un bien cuyo fin comporta la transmisión de la vida y su humanización. Los esposos lo son para ello. Lo que el matrimonio es, tiene este fin. El bien de la entrega mutua y la comunión conyugal tiene, por tanto, este fin, antes de su misma inserción en el horizonte de las finalidades humanas concretas.

Procreación y educación de los hijos es, por tanto, fin connatural de la mutua entrega matrimonial. La comunión conyugal, que es un bien precioso, se encamina a ello antes de la programación intencional de los esposos de sus personales elecciones, de la generación de sus inclinaciones y gustos personales, de la ejecución consciente y libre de sus actos. Está ya proyectado en la misma institución, lo que hace que en sí misma esta comunión sea ya buena, no sólo para los cónyuges y sino también para los demás.

La voluntad subjetiva que quiere aquello a lo que tiende la institución en sí misma se hace entonces moralmente buena, porque quiere lo que es en sí bueno. Esa bondad moral de las elecciones tiene su fundamento, su sustrato ontológico en la estructura esencial de la comunión de entrega conyugal.

La esencia, por tanto, del matrimonio y el dinamismo de toda ella, es decir, su finalidad, especifican la bondad radical del matrimonio. La bondad moral realiza, aplica, despliega, a las acciones y en las acciones de la vida diaria, una coherencia con la verdad del ser conyugal.

Comunión y procreación son las dos especificaciones de aquél único ser que constituye el bien del matrimonio y que, por tanto, componen la estructura que debe informar toda la vida de los cónyuges. Ellos que ya poseen el germen de ese bien que es el matrimonio deben realizarlo en el tiempo de su vida conyugal.

La finalidad, la intrínseca ordenación a la procreación y educación de la prole reproduce en la existencia la mutua entrega del principio de la vida matrimonial. Aunque no es necesario que todas y cada una de las acciones de la vida matrimonial esté inmediatamente finalizada a aquella orientación, ciertamente ninguno de ellas debe contrariar el diseño originario, contrariando positivamente dicha finalidad esencial. Sólo de este modo se realiza esa verdadera "obra de arte" que es una vida matrimonial plenamente realizada en la santidad conyugal a la que son llamados los cónyuges por Dios. Los aspectos unitivo y procreador expresan en la vida de los cónyuges el bien que han recibido por la vocación al matrimonio.

La vida de los esposos tiende pues a plasmar plenamente en sus personas el bien radical en el que participan por su vocación: realizar aquella comunión de entrega que es el programa de toda su vida conyugal.

Por último, quisiera señalar una tercera conclusión que se desprende de lo señalado en la primera parte, ahora sobre la Nueva Alianza establecida por Jesucristo, en el orden de la gracia y de la caridad.

El amor en el matrimonio desemboca en la entrega mutua de los esposos. Se trata de una entrega de amor conyugal, fiel y fecunda, exigente respecto a la vida de los esposos. Contraer matrimonio no es una decisión de poca importancia. Todo lo contrario. Es una unión, una alianza para toda la vida. Las exigencias de un compromiso como este son muy elevadas.

Las exigencias morales de la comunión conyugal son tales que sólo con la gracia de Dios los cónyuges podrán realizarlas de manera adecuada. Este es un aspecto que a veces queda oscurecida en los cursos de preparación al matrimonio. La comunión conyugal permanece a lo largo de la vida de los esposos extendiendo en el tiempo las exigencias morales de la verdad del amor conyugal.

Así podemos entender que la presencia salvífica y operante de Jesucristo en la vida de los esposos, se realiza mediante su gracia, que confiere a la comunión conyugal un valor sobrenatural que tiene su raíz en el sacramento del matrimonio. Ello hace posible que el amor conyugal se transforme, se transfigure, en una realidad propia de la Nueva Alianza entre Cristo y su Iglesia: la caridad conyugal. Será la virtud de la caridad la que, de manera suave y fuerte, conduzca la realidad existencial de la vida matrimonial.

Sucede con la caridad conyugal lo que con aquellos funiculares de montaña, que, siempre en subida, hacen posible alcanzar las cumbres sublimes de la santidad, cuando la docilidad al Espítu Santo remueve los obstáculos a su acción divina. De este modo la comunión esponsal, a lo largo de la vida matrimonial, se robustece, purifica y depura. La gracia, de este modo, va expresándose a lo largo de los diversos acontecimientos de la vida y la caridad conyugal va elevando, en modo escondido y misterioso, el amor conyugal y lo conduce a la esfera inefable del amor de Dios.

Sucede con la acción de la gracia en el matrimonio, como con aquellas canciones, cuya letra es un famoso poema. El poema es ya, en sí muy hermoso, es bueno (ésta es la comunión y la vida matrimonial). Pero cuando a un buen poema se une una bella música, es como si se vivificara todavía más (y éste es el fruto del Espíritu Santo en el matrimonio). Así como la gracia sana y perfecciona la comunión conyugal, elevándola a un nuevo orden del ser (el de la amistad con Jesucristo y la comunión con la Iglesia), la caridad conyugal vivifica la vida y el obrar de los esposos, y les lleva a realizar, mediante sus acciones, una compenetración humana cada vez mayor, más depurada, más personal, más plena. La comunión conyugal sólo puede alcanzar su perfección en este mundo, cuando Dios toma la iniciativa de bendecir la vida matrimonial y el amor entre los esposos, con los tesoros infinitos de su vida íntima trinitaria y de su propio amor, que revierten en un estilo de vida y en un modo de obrar plenamente cristianos.

Ahora bien, todo ello requiere la conciencia y libre disposición de los esposos. Dios no quiere esclavos, sino colaboradores libres de su gloria. De aquí la gran importancia de los sacramentos, la Eucaristía y la Penitencia, en la vida matrimonial, que son el alimento imprescindible de la comunión conyugal en el ámbito de la amistad con Jesucristo. De aquí también la importancia de la oración y del cuidado espiritual de la vida matrimonial. Es importante que los esposos sean conscientes de la importancia de estas realidades en el cuidado y desarrollo de la mutua entrega de la que surge, como flor hermosa pero delicada, la vida conyugal, y cuya raiz es la comunión matrimonial.



Conclusión



Hasta hace bien poco tiempo, ha venido siendo habitual aludir a las exigencias morales de la vida conyugal (tales como las derivadas de la fidelidad, de las del fin procreador del matrimonio, de las características naturales de la sexualidad humana) presentándolas como una especie de catálogo de las cosas que son lícitas o no son lícitas en el matrimonio. Parecía como si el matrimonio sólo fuera el simple cumplimiento de un trámite para vivir como matrimonio.

Es preciso hacer un esfuerzo para cambiar esta mentalidad en los matrimonios. De lo contrario la vida matrimonial se parece a un vestido viejo, lleno de remiendos. No se entiende que todo aquello que deteriora el matrimonio tiene unas raíces, y por eso, se vacía con cubos el agua que entra en la barca, sin llegar nunca a tapar los agujeros que hay en su fondo.

Un planteamiento adecuado y serio de la moral matrimonial requiere que los cónyuges se den cuenta de que sólo renovando cotidianamente su vocación y su entrega mutua, sólo situando el centro de su lucha en lo que son, encontrarán, con la gracia de Dios, las fuerzas para vivir las exigencias derivadas de su entrega. La vida moral del matrimonio consiste en la llamada a vivir una entrega, y a realizarla a lo largo de sus vidas. De este modo ser y obrar en el matrimonio se hacen, día tras día, entrega y vida matrimonial.

Mons. Francisco Gil Hellín

Secretario del Pontificio Consejo para la Familia
 
 Fuente:

almudi.org  (Diálogos Almudí, 5 de febrero de 2001)

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