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El arte de la fidelidad.
 
Autor
José Morales

 

Puede decirse con seguridad que casi todos los compromisos morales de cierta importancia que libremente adquirimos, nos vienen grandes, es decir, superan en algún aspecto nuestras posibilidades reales en el momento de adquiridos. No estamos del todo a la altura, pero hacemos bien en asumidos después de una reflexión prudente, porque contamos de sobra con recursos anímicos y personales que nos permitirán llevados a cabo. Los compromisos no son sino proyectos y desafíos sensatos, que necesitamos para desarrollar nuestra personalidad y nuestros talentos. Quien no adopta compromisos y no se arriesga apenas llegará a nada en la vida, ni hacia dentro de sí mismo, ni hacia fuera. Al comienzo estamos siempre en números rojos, y no se puede ir absolutamente sobre seguro. Éste es el régimen de confianza y de riesgo que impera en el camino de la fidelidad.

La fidelidad continúa y vigoriza lo que otras virtudes han creado en el sujeto. Tanto su nacimiento en la intención del alma, como su continuación en el tiempo, suponen una vida espiritual previa. Enemigo de lo instantáneo e impermanente, el hombre y la mujer que alientan un propósito de fidelidad, se atreven a iniciar un comienzo que llegue a su término. Sólo en la duración revelan las cosas su verdadera naturaleza, y sólo la elección libre demuestra así su autenticidad..

1. Desarrollo de la fidelidad

Dice Dios por boca del profeta Oseas: «Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y equidad y compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahveh» [Os 2,21-22]. Así habla el Señor con palabras eternas e inextinguibles: el Señor, para quien decir es hacer.

No es éste el caso del hombre y de la mujer, que no suelen ser fieles por naturaleza, sino por reflexión. Inestables por impulso e instinto, aprenden a ser fieles por convicción.

La fidelidad del ser humano tiene y necesita una historia que permita su desarrollo. Este desarrollo del bien de la fidelidad es coextensivo con la vida. Puede decirse entonces que los hombres fieles no nacen, se hacen, como Tertuliano afirmaba de los cristianos [Apologeticum, 18,4]. La fidelidad supone un proyecto de construcción de la persona, un proyecto encaminado a establecer al hombre en el bien elegido y conducirle al fin. Se trata de que ese compromiso no se destruya, ni se estanque en lo efímero, ni se paralice en lo puramente legal o formal.

Como todo lo vivo, la fidelidad ha de crecer para no morir. No puede permanecer inmóvil durante mucho tiempo: se avanza o se retrocede. Es como un resultado final que no aparece de repente, porque se contiene virtualmente en cada uno de los momentos y de las acciones de la vida. La verdadera fidelidad, que permite vivir al hombre sus compromisos a la altura de un ser humano, en lo que tiene de mejor y de noble, rechaza toda modalidad de instalación, inmovilismo o conformismo; y todo lo que se oponga a una evolución creadora del espíritu. Aspira al progreso y al movimiento hacia la situación donde la persona deviene realmente ella misma.

La naturaleza de la fidelidad es así vivida como un éxodo, como una peregrinación hacia la meta verdadera. Es un proceso en el que el hombre se embarca por vocación, no por simple profesión o tarea de tejas abajo. La persona tiene en cuenta sobre todo aquello que es y quiere llegar a ser interiormente ante sí misma. Supone por lo tanto la disposición a cambiar de quien se mira frecuentemente al espejo interior, y no se gusta. Es disposición a crecer en la adhesión constante a una elección existencial que se hace y se rehace cotidianamente. Todo ocurre en el marco de la íntima seguridad de una vocación que debe realizarse por encima de cualquier otra cosa, de lo «único necesario» [Lc 10,42].

La fidelidad es el resultado final de llegar a la meta deseada, de fondear en el puerto de destino. Pero es también el esfuerzo diario de mantener el rumbo en medio de tempestades, bonanzas, desviaciones accidentales, turbulencias, olas y acometidas del mar que hacen temblar la nave.

Nadie se hace bueno o malo, fiel o infiel, por una sola acción. Quien tiene aciertos puede todavía equivocarse y arruinar su camino espiritual. Quien comete errores, puede rectificar, y abandonar la senda que no le conduce a la vida y a su fin verdadero. El hijo de la parábola evangélica que acepta el mandato del padre pata ir a la viña familiar, abandona enseguida su primer propósito, y el que se negó en un principio, cumple finalmente la voluntad paterna [Mt 21,28]. El pródigo arrepentido recapacita y decide retornar al hogar de su padre, que es también su hogar [Lc 15,11ss]. Unos fariseos se abren a las palabras de Jesús, mientras que otros se cierran y endurecen ante ellas. El buen ladrón conquista el Reino in extremis [Lc 23,39]. La Escritura nos narra abundantes conquistas morales de corazones generosos, así como tristes casos de desplomes espirituales de gente elegida, como Saúl, Salomón, o Judas.

A diferencia de los animales, el hombre está inacabado, y tiene por delante la bella y arriesgada tarea de perfeccionarse continuamente, para llegar a ser el que debe ser. Hay un conformismo que des personaliza al hombre, y que debe ser sustituido por la fe en el movimiento continuo de la libertad. No estamos hechos de una vez por todas, ni es nuestra tarea la de rellenar lagunas en nuestro ser. Nuestro destino de seres humanos nos exige recrearnos perpetuamente bajo Dios, mediante una reconversión de todos los instantes a las empresas de fidelidad que hemos libremente escogido.

Hay hombres y mujeres jóvenes que se sienten ocasionalmente impulsados por una pasión hacia la donación. Pero se trata a veces de un impulso que responde sólo a la intensidad de un momento, y no es capaz de vivir y arraigar en la continuidad del tiempo. Depositan más confianza en el ardor del entusiasmo que en la reflexión y convicción racionales, únicas que pueden mantener y llevar a término el impulso primero.

En el camino de la vida vamos con Dios y con los otros en diferentes tipos de relación. La fidelidad es, en efecto, una relación interpersonal. Implica encuentros, intercambios, promesas cruzadas, comunicación cotidiana: todo lo que permite a la persona constituirse como ser relacional. La fidelidad humaniza al hombre al establecer puentes de confianza, amor y justicia, entre un tú divino o humano, y un yo.

Por ser fidelidad a una persona, es decir, a Dios y al otro, se encuentra y se desarrolla en el plano del testimonio. Hace capaz al hombre y a la mujer comprometidos de ser constantes en su promesa, incluso en el sacrificio y la renuncia. Apoyada en la paciencia y el amor, la fidelidad afronta el drama de la crisis y la amenaza del fracaso, tratando de convertirlos en ocasiones de esperanza. Para evitar el riesgo y la posibilidad de traición, indiferencia u olvido, la fidelidad resurge con luces de nueva creatividad. Ha aprendido a ser dinámica, inventiva, y crítica siempre que es necesario. Sabe que en algunas ocasiones, hay que morir a los egoísmos para vivir.

La Sagrada Escritura nos proporciona un impresionante muestrario de relaciones humanas, que se desenvuelven ante la mirada de Dios y aspiran a un sello de fidelidad activa. La más importante es sin duda la relación del hombre con Dios, que es para él Creador, Señor, Padre, y Dios Altísimo, que llama y envía a una misión. Es una comunicación personal entre dos interlocutores, como ocurre en el caso de Noé, Abraham, Moisés, Saúl, David, los profetas, etc.

A otro nivel nos encontramos con la relación de padres e hijos (Abraham-Isaac); de maestro y discípulo (Elías-Eliseo); de esposos (Isaac-Rebeca, Jacob-Raquel, Elcaná y Ana, padres de Samuel); de amigos (David y Jonatán); de señor y criado (Eliseo y Guejazí, 2 Reyes 4,2); de colegas y condiscípulos. Son relaciones marcadas por el amor y la fidelidad, de hombres y mujeres, que son sensibles, en primer lugar, a la fidelidad de Dios hacia ellos.

Resultan más problemáticas y menos edificantes las relaciones entre hermanos. Un hermano es casi siempre en la historia sagrada, reflejo de la profana, un competidor, un usurpador en potencia, un hombre al que se mira con desamor y envidia. Basta pensar en las relaciones entre Caín y Abel [Gen 4], Esaú y Jacob [Gen 25,19ss], el joven José y sus hermanos [Gen 37], los hijos de reyes [1 Re 1], etc. Sólo los Macabeos manifiestan mutuamente en el Antiguo Testamento un comportamiento realmente unido y fraternal [1 Mac 3].

En el Nuevo Testamento continúa e incluso se incrementa el desfile de personajes y figuras que protagonizan con intensidad relaciones humanas, atraídas casi siempre por la presencia o la cercanía de Jesús de Nazaret. La fidelidad a Jesús, y la aspiración a la mutua fidelidad de quienes habitan en su órbita humana y espiritual, es una constante del Evangelio. Son vidas auténticas que crean en torno suyo, por seguir al Maestro, un clima de fidelidad. Cuando ellos afirman o sugieren que es necesario ser fiel, lo están probando con el gesto y con las obras. El sonido de su voz se halla respaldado por sus vidas.

Para que el hombre se reconozca a sí mismo en todos los momentos de su existencia, o rectifique si es necesario, importa sobremanera que el desarrollo de su fidelidad sea un proceso coherente de crecimiento, maduración y consolidación. Los posibles altibajos no encierran gran importancia si en ese desarrollo dominan una dirección y un régimen correctos, que permitan hablar de proceso homogéneo en el espíritu y en las acciones de la fidelidad.

Hay frecuentemente una notable desproporción entre los inicios sencillos, y en apariencia intrascendentes, de un afecto y el amor ardiente e incondicionado que ese afecto está llamado a ser. El filósofo francés Jean Guitton narra lo siguiente: «Durante cinco años fui prisionero de guerra en un campo de concentración destinado a oficiales, cuyo número ascendía a cinco o seis mil hombres.

»Obligados a la meditación, privados de la familia que habían fundado o esperaban fundar, no podían evitar las reflexiones sobre la condición humana. Recuerdo que, durante un triste atardecer, no sabíamos qué hacer, y uno de nosotros imaginó un extraño juego: cada uno debía contar de qué modo su padre había conocido a su madre.

»Como fácilmente se adivinará, todas las historias, pese a ser muy distintas, se parecían.

»Lo que había provocado el amor del hombre por la mujer o de la mujer por el hombre era, a menudo, un pequeño detalle: el hecho de perder un tren, una fugaz mirada, un mechón de cabello, una simple palabra, un silencio demasiado prolongado...

»Tras estas confidencias, en el barracón de los prisioneros se produjo un silencio metafísico. Cada uno de nosotros comprendía que, aquello en virtud de lo cual él era él, fue originado por casi nada, por un encuentro, por un rasgo en un rostro, por el color de unas pupilas.

»Cada uno de nosotros comparaba la desproporción entre el origen de su ser -una casualidad, un estremecimiento-, y su propio ser, su ser inmortal.

»Éste es el misterio, y la desproporción entre algo fugaz y aleatorio, por una parte, y el universo espiritual, surgido de este hecho accidental, por otra».

El desarrollo de un amor o de una lealtad a una decisión, que suelen comenzar de modo tan modesto y casual como el recogido por Guitton ha de atravesar necesariamente un conjunto de etapas, fases, e incidentes, que son parte esencial de la biografía de la persona, y forman la historia narrativa de la fidelidad.

Hay una ley esencial que recorre esa historia y le confiere unidad. El compromiso libremente meditado y adquirido representa en la vida del hombre una exigencia fundamental, que brota de las profundidades de su ser, y de la que no puede escapar sin renegar de sí mismo. Prevalece sobre cualquier otro compromiso, de modo que las decisiones adoptadas en nombre de esa exigencia no pueden ni deben modificarse en el curso de la vida. Equivaldría a abdicar de la propia identidad como ser humano [I. Gómez, La Fidelidad, Zamora 1981, 106].

«Existe un cierto grado de desesperación en la fidelidad, pues ésta expresa la rotunda negativa de la voluntad a dejarse absorber por el devenir y lo múltiple. Al vivir bajo el signo del devenir, tiene que luchar denodadamente contra la dispersión. Pues si es verdad que el devenir es fuente de novedad, no lo es menos que representa un peligro para lo idéntico, amenazado siempre por el flujo del cambio. En cierta manera, si yo permanezco fiel es a pesar de todo» [Id, 121].

Lo más determinante es la decisión que la persona tomó en un momento de especial lucidez. Lo hizo movida por un impulso interior, justificado racionalmente por sólidas razones objetivas. Estas razones o motivos podrían no haber sido advertidos sino de modo implícito, pero estaban allí. Iban a estar siempre, y libraban a la decisión de todo sentimentalismo e irracionalidad.

Toda decisión delimita y orienta en un sentido determinado, y no en otro, el curso de la vida. Se cierran unas posibilidades o caminos, y se abren otros. Elegir es a veces un acto difícil, e incluso penoso, de la voluntad.

¡Gran desgracia -podría exclamar el hombre que vive en un mundo irreal- que yo no pueda tomarlo todo y abrazarlo todo! Resulta hiriente elegir, y al hacerlo excluir otras magníficas posibilidades. Así avanza la vida: de amputación en amputación. Y sobre el camino de lo posible a lo real quedan sólo esperanzas arruinadas. ¡A cuánta humanidad hay que renunciar, para ser alguien determinado y concreto!

Por encima de todo se impone, sin embargo, el hecho de que la elección es con gran frecuencia un acto gozoso para el hombre y para la mujer: un acto primordial de descubrimiento de uno mismo y de la realidad, que tiene algo de creativo. El mundo parece distinto, y el gozo experimentado va a determinar la existencia. La determinación no es ahora una negación, sino algo positivo porque me aplica a la vida que yo debo vivir.

El hombre debe gastar o invertir su pequeño caudal de finitud en algo que merezca la pena. No puede en efecto sedo todo ni tenerlo todo. Debe hacer una opción, y tratar de acertar. Es un rasgo doloroso de la condición humana, que puede y debe convertirse, sin embargo, en la gran oportunidad de la vida. «El Reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrado un hombre, lo vuelve a esconder y, por la alegría que le llena, va, vende todo lo que tiene, y compra aquel campo» [Mt 13,34].

El desarrollo fiel de la decisión que hace de hilo conductor de la existencia, y que debe impulsar y vertebrar la vida, ha de ser -hemos dicho- un desarrollo o evolución homogéneo. Recorre etapas y situaciones que deben hacerse coherentes unas con otras, y que están llamadas a reforzarse unas a otras, en servicio de la totalidad.

Los nuevos actos, así como el modo de reaccionar ante hechos esperados o inesperados, de mayor o menor cuantía, han de reforzar y confirmar las anteriores reacciones y determinaciones acertadas de la persona, y nunca negadas o ir contra ellas. Habrá que buscar en ocasiones nuevos recursos ante nuevas experiencias o amenazas. El drama se desarrolla no fuera sino dentro de nuestra vida. Es como si una voz interior nos dijera: ¿Cuánto aceite habéis traído con vosotros para alimentar vuestras lámparas durante la espera y el esfuerzo, que pueden ser largos e intensos? ¿Cuáles son vuestras reservas en la actitud de fidelidad?

Esas reacciones y comportamientos acertados anticipan otras reacciones futuras, que aunque sean pruebas difíciles, llevarán el sello de hábitos virtuosos trabajosamente adquiridos. La densidad del compromiso se consolidará así por decisiones ulteriores, igual que se podría debilitar mediante cesiones y deslizamiento s, que ya no reflejarían un desarrollo homogéneo de la fidelidad que se construye avanzando hacia su meta.

La conciencia preside, dirige, y dictamina en el proceso vital de la fidelidad, que se asemeja a una bella aventura humana. La conciencia vigila la permanencia de la forma fundamental, que es el unum necessarium; y la relación de proporciones que ésta debe guardar con todos los nuevos elementos que accedan a la vida de la persona. Observa también la continuidad de las actitudes e instintos que han creado e impulsan la decisión de fidelidad. Obliga, por ejemplo, a que la persona se pregunte de vez en cuando si sigue queriendo con el mismo amor del principio, si trata de que ese amor crezca, si sacrificaría éste o aquél elemento accesorio para salvar lo más importante.

La fuerza de la fidelidad confiere a ésta una capacidad de enriquecerse, y no debilitarse, ante nuevas experiencias y conocimientos, que derivan de un inevitable y continuo contacto con la realidad de las cosas y de las personas. La fidelidad demuestra entonces un poder de asimilación de lo valioso, que no interfiere ni altera su naturaleza leal a los compromisos adquiridos. Nuevos rostros, nuevas opciones conocidas en los demás, nuevos horizontes legítimos que se ofrecen a los otros, no alcanzan a variar o a hacer tambalear la propia opción. Si se hacen comparaciones, no son en detrimento, sino en valoración creciente y agradecida de lo que uno es y hace.

2. El cuerpo o la anatomía de la fidelidad

En una representación alegó rica, como la de los autos sacramentales, la fidelidad bien entendida no dirá probablemente: mi nombre es fidelidad. Dirá más bien: mis nombres son confianza en Dios, sentido de la realidad, sencillez, esperanza, compasión, calma en las crisis y adversidades.

Enemiga de todo lo que es espontáneo y volátil, reino de pura fragilidad, la fidelidad es la valentía de comenzar para llegar a término. Pero esa realidad se encuentra al servicio de otros valores, de los que ella asegura la permanencia. A diferencia de virtudes como el amor o la justicia, que tienen una materia específica, la fidelidad no se presenta tanto como un valor, sino más bien como la permanencia de valores.

Todo un vocabulario marcial se introduce en el arsenal de la fidelidad. El hombre fiel ha de defenderse, combatir, atacar, conquistar. Desea ganar, y a veces puede perder. Hay que proteger la fidelidad como se protege la virginidad o la fe, porque no debe contaminarse la palabra dada, que aparece como un absoluto. Pero el vocabulario de la fidelidad es ante todo un vocabulario de virtudes que la protegen y realizan.

Es como una suma o cepa de actitudes virtuosas, que se asemejan a los músculos, tendones, articulaciones, ligamentos, y venas de un cuerpo vivo.

Todas las virtudes ponen al hombre en relación con Dios y con los demás. Poseen una dimensión social, y desde luego, familiar. Sirven a la comunicación verdadera entre personas cuando mantienen abiertos y expeditos los caminos del espíritu. Puede decirse que el hombre desarrolla su fidelidad de cara a Dios, y en común con los demás seres humanos que lo rodean. No es una empresa que se busca y realiza en solitario. De hecho, el puro individualismo aísla a unas personas de otras, e impide el desarrollo de las dimensiones solidarias de la fidelidad.

Los hombres y mujeres más fieles suelen encontrarse entre los más humildes. Si el hombre fiel puede ser considerado una obra de la gracia, y un milagro vivo que hace detectar a otros una Realidad superior, ayuda a comprender la grandeza de la humildad.

Fidelidad nada tiene que ver con servilismo o simple acomodación a circunstancias poderosas e inevitables. No es tampoco mera sumisión, ni la necesidad psicológica de ser dominado por otro. El humilde ha aprendido a ser realista y buen conocedor del mundo, por ciencia o por instinto, o por las dos cosas. Sabe que debe morir para que su causa viva. El cotidie morior [1 Cor 15,31] de San Pablo es una de las máximas expresiones de humildad, grandeza, y fidelidad.

La persona fiel y humilde está en condiciones de asumir y aceptar las desilusiones que derivan de comprobar una vez y otra la propia debilidad, los defectos no esperados de los demás, las traiciones inexplicables, la imperfección del mundo, la frustración ante las esperanzas no realizadas, las obras inacabadas que quedan atrás, la relatividad de todo lo terreno, las lagunas de todos los sistemas ideados por los hombres. Sólo al orgulloso y al racionalista les molestan los accidentes y la contingencia de la finitud humana y terrena. Sólo esos hombres suelen abandonar la tarea comenzada. También Jesús de Nazaret tuvo que abrazarse a la desilusión. Al final resulta que el humilde es realista, y persevera, mientras que el arrogante, ingenuo conocedor del mundo, renuncia a terminar lo comenzado.

La paciencia y la perseverancia fieles son hijas mayores de la humildad. «Con vuestra paciencia salvaréis vuestras almas» [Lc 21,19]. Con vuestra paciencia, virtud activa, llevaréis a buen término, y resolveréis dignamente, los proyectos nobles de vuestra vida. Sólo el hombre y la mujer pacientes llegan hasta el final, debido a la fortaleza que les viene de su humildad. Todo lo pueden con Dios.

La fidelidad es irrealizable y utópica sin esperanza. La esperanza supone un inconformismo radical, propio de quien se halla insatisfecho consigo mismo, y con la triste condición del mundo, y quiere hacerse mejor, y hacer mejor también la realidad que le rodea. Las cosas pueden ser distintas. Hay que trabajar para que lo sean dentro y fuera de uno mismo.

Mantener la esperanza es permanecer en la fidelidad; es creer que, ante Dios, nada se pierde de lo que se ha hecho con intención recta, y que hasta las convulsiones y turbulencias del mundo dejarán paso a un nuevo día.

Pensemos también en la prudencia, que expresa el juicio acertado y operativo de la conciencia recta. La prudencia, primera virtud cardinal, nos permite calibrar el valor de lo que ocurre en torno a nosotros, y adoptar la postura adecuada. Enseña a leer e interpretar situaciones y reacciones propias y ajenas, como un buen pescador sabe leer el río o el mar, para encontrar peces, o saber dónde no va a encontrados. La prudencia empuja a la acción moderada del buen padre de familia, o a la acción, ostensiblemente heroica, del mártir que se deja mutilar y matar por un amor mayor que el de la propia vida.

Estas y otras virtudes forman el ambiente y los escalones de la fidelidad.

3. El amor, alma de la fidelidad

Es la misma Palabra divina la que establece una estrecha relación entre fidelidad y amor. La experiencia humana corrobora, si falta hiciera, ese testimonio en la vida de incontables seres que han sabido encontrar en el amor la motivación para las acciones y reacciones más importantes de sus vidas.

Dios ata nuestras fidelidades con lazos de amor divino y de amor humano. «Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor» [Os 11,4]. «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos», dice Jesús [Jn 14,15]. El amor es el alma de la fidelidad respecto a Dios y a los hombres. Y la fidelidad es la prueba más contundente y palmaria del amor, su demostración más auténtica.

Antes que simple cumplimiento de deberes, la fidelidad es un imperativo de amor. Se desarrolla mucho más en el dominio de la religión que de la ética.

El amor constituye el motivo verdadero de la fidelidad, y tiende a denunciar, arrinconar, y tal vez a expulsar a otros motivos impuros, inauténticos, o simplemente pragmáticos. Se encuentran entre ellos la resignación, la aceptación de lo inevitable, el puro deber, la mediocridad espiritual sin alas, la inercia, el mero temor al cambio.

«A lo largo de la vida -escribe el poeta Josef Brodsky-, la realidad y el tiempo hablan al hombre en una variedad de lenguajes: inocencia, amor, fe, experiencia, historia, cansancio, cinismo, culpa, decadencia, etc. De todos ellos, el amor es claramente la lingua franca. Su vocabulario absorbe todas las otras lenguas. Al ser expresado en este registro, un asunto adquiere un tono casi sagrado, porque se hace eco del modo en que percibimos los objetos de nuestra pasión, y de las sugerencias del Libro acerca de lo que Dios es. El amor es esencialmente una actitud mantenida por lo infinito hacia lo finito» [Less than One. Selected Essays, N. York, 1987, 91].

La tesis del dramaturgo Tennesee Williams (1911) en la conocida pieza teatral, llevada al cine, «Un tranvía llamado deseo» (1947), es que la mujer acude siempre por instinto a la llamada del hombre. Pero en realidad no es siempre así. El ser humano puede dominar, y domina de hecho, sus instintos por miedo, dolor, orgullo, y sobre todo por amor. El film francés «Los orgullosos», interpretado por Gérard Philippe, nos muestra en el protagonista alcoholizado a una sombra de hombre, que en una escena desagradable y dramática, renuncia, por amor de una mujer, a las bebidas que burlonamente le regala un grupo de amigotes, que nada saben del misterio del hombre ni de la dignidad humana.

Amor y fidelidad son inseparables. Nacen y se desarrollan juntos. El amor tiene también una historia, es decir, dura en el tiempo, y se construye poco a poco una morada habitable. No pensemos en la falsa idea romántica del amor, en la que éste se concibe como un evento espontáneo, fuera del control de la libertad, y ajeno a toda responsabilidad moral de un mantenimiento y de un trabajo asiduos. Esta concepción literaria y estética del amor, refractaria a todo marco estable y a toda evolución, nada o muy poco tiene que ver con la vida del amor verdadero.

La decisión de dedicarse a Dios desencadena y pone en marcha una historia interpersonal cuyo hilo conductor es el amor. Se responde al amor con el amor. La fidelidad sólo puede respirar, consolidarse y crecer en ese clima de reciprocidad espiritual, en el que Dios nunca fallará.

El amor irrevocable de Dios es el oxígeno del Evangelio y lo que respiran todos los que viven de su espíritu. El hecho de que Dios nos ha amado primero se hace particularmente explícito y tangible en Jesús de Nazaret, demostración viva del amor del Padre. No puede extrañar que amar a Dios sea el primer precepto en la tradición bíblica que culmina en el Nuevo Testamento. El término precepto, o mandamiento en su caso, suenan algo fríos y convencionales a pesar de su grandeza. Porque el amor de Dios y a Dios es un don y un asunto de vida o muerte para el hombre. Sólo Dios es realmente la vida de su vida.

El amor de Dios es entonces la opción existencial más importante que puede y debe hacer un ser humano que ha conocido la posibilidad de ese amor, y no lo considera una utopía o una fantasía del corazón o de la mente. ¿Me dices que eres libre, y todavía no te has entregado a Dios?

Escribe San Bernardo de Claraval: «El amor basta por sí solo, satisface por sí solo y por causa de sí. Su mérito y su premio se identifican con él mismo. El amor no requiere otro motivo fuera de sí mismo, ni tampoco ningún provecho: su fruto consiste en su misma práctica. Amo porque amo, amo por amar. Entre todas las mociones, sentimientos y afectos del alma el amor es lo único con que la criatura puede corresponder a su Creador» [Sermón 83,4-6].

Para un cristiano, Dios y amor son las dos realidades que más poderosamente se llaman e implican la una a la otra, sencillamente porque Dios es amor, afirmación audaz y casi increíble, imposible de encontrar en ninguna otra tradición religiosa.

En la vida de muchos hombres y mujeres, ese amor divino se convierte en una opción exclusiva, que destierra, al menos en la intención, todos los demás amores, incluidos los que podrían haber sido legítimamente abrazados. Es en cualquier caso el amor de Dios el que protege, purifica, y ayuda a llevar a término todos los amores humanos nobles que suelen formar parte de la existencia terrena del hombre y de la mujer.

El amor a Dios en ejercicio incorpora y lleva dentro de sí todos los demás afectos humanos, como son el respeto, el temor, el estupor y el asombro, así como la sorpresa ante lo inesperado. Dios quiere ser temido como Señor, honrado como Padre, y amado como Esposo.

Quien decide en serio amar a Dios sobre todas las cosas es que ha sido amado primero por Dios de modo desbordante. Comienza la búsqueda activa del mayor amor, que se asemeja a una aventura hacia lo desconocido. Es como una novela colmada de episodios, donde la realidad del encuentro y de sus consecuencias desborda totalmente la imaginación y todas las previsiones terrenas. Cualquier anticipación de la mente y de los sentimientos humanos se esfuma.

Es que la experiencia y las exigencias del amor divino le vienen muy grandes a la finitud humana. La luz del amor de Dios presta su brillo y su impulso a la débil voluntad del hombre, a la vez que Dios tiene que aportado todo por la frágil textura de la condición humana, hecha ciertamente para un amor infinito, pero sólo como limite que tiembla y parece cuartearse en cada instante.

Se trata de un amor que parece incluir algo o mucho de los cuatro amores de los que ha escrito un autor cristiano del siglo XX: eros, afecto, amistad charitas. No se identifica simplemente con ésta última. Puede afirmarse que, salvadas las distancias, el amor divino no es totalmente ajeno a las efusiones e impulsos del eros. La Sagrada Escritura acude a metáforas y figuras del orden sensible y amoroso entre los humanos para dar a entender algo de la intensidad y cualidades del amor divino. Aunque estas imágenes se usan con un propósito pedagógico y simbólico, vinculan, sin embargo, ese amor de carácter esponsalicio, a la sensibilidad y al corazón de carne del hombre y de la mujer.

La vida y los avatares del enamorado de Dios resultan habitualmente muy distintos a como se los ha imaginado o los ha planteado en su mente. Oscuridad, desconciertos y arrolladores consuelos pueden sucederse con un ritmo que sólo responde a una ley oculta en el misterio de Dios y la libertad de la persona. Luminosidad y tinieblas parecen hacerse una sola cosa, no sólo porque las sombras implican siempre la luz, sino porque el hombre es conducido por una dinámica nueva, donde se experimenta la coincidencia de opuestos: luz y penumbra, alegría y lágrimas.

El amante de Dios puede a veces no saber por qué sigue adelante en el camino del amor. Pero no lo abandonaría en manera alguna. Se cumple la afirmación de que «la causa de amar a Dios es Dios, y el modo es amarle sin modo» [San Bernardo, Tratado de amor a Dios, 1,1]. Faltan las coordenadas ordinarias del afecto y de la pasión, y la pobre criatura humana, suspendida entre el cielo y la tierra, siente que no hace pie, mientras debe atravesar vados profundos. Todos los amores que no son el divino se le antojan deleznables, y en último término irrelevantes, aunque no los desprecia. Porque ve su sentido verdadero y su forma más perfecta en la imitación del Amor de Dios y a Dios.

Inicialmente es difícil saber amar a Dios, o incluso percibir bien en qué consiste ese amor. Deberá enseñarlo la experiencia. El amor a Dios, asunto del corazón y de los sentidos, se expresa también necesariamente en pequeños detalles que son propios del amor humano corriente. Dios es mucho más real que cualquier criatura a la que pueda amarse y mimarse en la tierra. Las obras de amor parecerán con frecuencia nimias e intrascendentes, porque, como se dice, quien ama la mar ama también la rutina del barco. Son obras y acciones pequeñas que el amor hace grandes. El amor divino es así una escuela de amor humano, que enseña comportamientos y modos puros de afecto para lo terreno; y viceversa: el amor humano proporciona como un andamiaje de gestos y ademanes, que prestan cuerpo y volumen al amor de Dios vivido por hombres de carne y hueso.

La vida dedicada a Dios en el celibato, la virginidad, o el sacerdocio puede atravesar momentos difíciles. Hay momentos de duda, angustia, hastío de sí mismo, soledad, en los que resulta normal la intensificación del deseo de un afecto y de un amor humanos. Son situaciones que no deben asustar al hombre y a la mujer que han prometido a Dios amor y fidelidad exclusivos. La historia misma de ese amor será capaz en condiciones normales de suministrar recursos interiores y luces espirituales para superar la prueba. Esta prueba o amago de crisis resultará en una confirmación del amor divino. Una crisis inesperada puede hacer rebrotar el deseo de fidelidad y el amor adormilados.

El ámbito familiar, las relaciones de los cónyuges y de padres e hijos, representa un importantísimo e insustituible taller de fidelidad humana y cristiana. La familia es el lugar único donde se aprende, ejercita y perfecciona la fidelidad, alimentada en definitiva, de lejos y de cerca, por el amor de Dios y el deseo de tenerle en cuenta en la vida.

El amor mutuo de los cónyuges, sancionado por una promesa pública, es el hilo conductor cargado de energía, de la fidelidad matrimonial, aunque pueda no ser en ocasiones el único motivo. Es una fidelidad grande que recae sobre cosas de envergadura, pero que se extiende cotidianamente a cosas pequeñas, en las que el amor logra extremar su delicadeza y su creatividad.

Las nuevas condiciones de vida fomentan fácilmente en todas las personas sensibles y de buena voluntad un espíritu de servicio fiel al niño, al enfermo, al anciano, al desplazado, al pobre. La familia es, sin embargo, el lugar moral y material privilegiado en el que han de desarrollarse esas conductas de apertura y respeto a los demás.

El padre es fiel no sólo por ocupar habitualmente su puesto en el hogar y no abandonarlo, sino también por cumplir diariamente las obligaciones que permiten el sostenimiento material y moral de la familia.

Lo mismo puede decirse de la mujer, en las condiciones modernas de la vida familiar, y en el reparto solidario de responsabilidades que esas nuevas condiciones suponen.

Las relaciones entre los esposos recorren una larga historia personal que edifica y consolida la fidelidad, a la vez que la pone a prueba. Porque un hogar no son cuatro paredes, sino un ámbito humano de varias dimensiones espirituales, que se hace día a día, con alegrías y penas, con crisis y situaciones de bonanza, con desilusiones y recomienzos. El encendimiento del noviazgo se serena, y cede el puesto a la calma y a la responsabilidad por terminar la difícil obra comenzada.

Lo propio de la fidelidad conyugal no es únicamente aplicarse al cumplimiento de una promesa. Se apoya también en el amor al cónyuge, un amor que sólo encuentra satisfacción en el proyecto de vida compartida. Una pareja que se forma sólo por un tiempo pone un límite al amor. Quienes la constituyen no se entregan totalmente el uno al otro, ni se sienten vinculados por el mismo deseo de fidelidad de los que se aman sin reservas y han decidido transformar la elección de un momento en una realidad que ha de extenderse a la misma duración de sus vidas.

El éxito de la fidelidad conyugal no es la cosa más natural del mundo. Lo afirma Jesús, cuando se refiere a la dureza del corazón humano, como causante de la tolerancia del divorcio por Moisés [Mc 19,3].

El desgaste de la convivencia, el alargamiento de la vida, neutros en sí mismos, pueden ser una amenaza para la continuidad de la unión conyugal. El conocimiento del otro puede ser tanto un modo de consolidada como de debilitarla. Cuando se conoce bien a una persona, que nos fascinó y entusiasmó un día, viene casi siempre un cierto desencanto y alguna desilusión. La intimidad y la cercanía del otro hacen descubrir y experimentar vivamente, y a veces brutalmente, lo poco que es el ser humano. El misterio del hombre se manifiesta entonces «a la baja»; y en situaciones cercanas al límite, la convivencia se puede convertir en ocasión de frialdad, antipatía, e incluso de odio.

La mirada dirigida al cónyuge ha de vede tal como es, no como se ha soñado o imaginado que debería ser. El tiempo aporta de modo inexorable la prueba de la realidad, conforme a la cual se debe vivir juntos. Es al filo de los días, en todo lo aleatorio de la vida, cuando cada uno de los cónyuges se le revela al otro con todos sus valores y sus límites. Las enfermedades y los eventos externos de carácter social y económico, resuenan con fuerza en la vida familiar. Hay que aceptar entonces mostrarse como un ser no excepcional, sino normal, y con muchos aspectos banales y de andar por casa.

Cuando nacen los hijos, y se intentan planes de alguna envergadura, cuando los cónyuges se enfrentan juntos a los desafíos de la vida, entonces se hace creativo y perdurable el amor verdadero. El tiempo se convierte en cómplice estupendo de ese amor, y las cosas mejores triunfan sobre las peores. Porque-el inevitable envejecimiento de la pareja no obstaculiza sino que madura también la fidelidad. Después de todo, la belleza y el atractivo físicos representan poco en el amor humano.

Decía Juan Pablo II a jóvenes franceses en 1986: «Muchos de vosotros sufrís el derrumbamiento de vuestras familias. Y podéis decir: ¿es posible un amor durable y verdadero? En nombre de Cristo, yo os digo: sí, es posible. Es todo un proyecto de Dios sobre el hogar. El proyecto del amor nupcial inscrito en vosotros, si es vuestra vocación, encierra una gran belleza: corresponde a una llamada de Dios, que ha creado al ser humano "varón y mujer".

»Pero el amor nupcial se aprende día a día. Tenéis ahí una responsabilidad desde ahora. Hay un aprendizaje del don desinteresado de uno mismo, en la limpieza y la sencillez, que se hace durante la adolescencia y la juventud, y sin el que el matrimonio sería un fracaso y un egoísmo de dos. Hay un aprendizaje del respeto al otro, a su interioridad, y a toda su persona, de la que el cuerpo es expresión. Hay un aprendizaje de todos los valores morales necesarios para Ja vida. Hay una preparación a las responsabilidades que asumiréis juntos en el don de la vida y en la educación de los hijos. Porque el matrimonio es una experiencia que llena el corazón pero es también una tarea a realizar» [Insegnamenti, 9, 2, 1986, 867].

4. La gramática de la fidelidad

No hay recetas hechas o prefabricadas para la fidelidad, pero puede afirmarse que ésta es en gran medida asunto de una lograda comunicación entre la persona y Dios, entre los cónyuges, entre los amigos. La fidelidad presenta una dimensión comunicativa y abierta que le es esencial para nacer, tomar cuerpo, y desarrollarse.

Podría concebirse como un diálogo permanente, que lo comprende todo, lo importante y lo nimio de la vida.

Es el diálogo que permite la apertura verdadera al otro, y en el que la persona se manifiesta tal como es. Los seres humanos se encuentran con la realidad de las cosas y de las otras personas en la acción. Es allí donde devienen «auténticos», mucho más que en el pensamiento. Una parte esencial de la acción es precisamente el diálogo, porque puede ser tan operativo como cualquier obra humana.

Existe un lenguaje para cada uno de los sentimientos humanos. La gramática de la fidelidad implica un lenguaje, que como todos los lenguajes se compone de palabras, silencio, gestos, imágenes... Cada forma de lenguaje puede servir al hombre y a la mujer para comunicarse o para cerrarse herméticamente al otro, para darse a conocer o para ocultarse.

Importa entonces absolutamente convertir los lenguajes en vías reales de diálogo interpersonal, y no permitir que actúen en detrimento y bloqueo de la relación fiel, que debe serio a nivel de pensamiento, palabra y obra.

El hombre y la mujer han de tratar de ser porosos a Dios en la plegaria, y de serio entre ellos dentro de la relación matrimonial. A esta relación se aplica especialmente lo que puede decirse aquí sobre el lenguaje de la fidelidad. Al comienzo de Ana Karenina dice Tolstoi que «todas las familias felices se asemejan unas a otras, y cada familia infeliz lo es de modo propio». Si se acepta esta observación, puede pensarse que una constante de los hogares felices radica en una comunicación verdadera entre los esposos, y entre padres e hijos. En esa comunicación dialógica se asumen, tratan, y resuelven las cuestiones que pueden amenazar la estabilidad y el clima familiar.

Roberto Rossellini ha analizado artísticamente y valorado la ausencia de diálogo familiar en Europa 51 (padres e hijos) y en Viaje a Italia (marido y mujer). La familia necesita un clima comunicativo y abierto para ir adelante. Ese clima permite descubrir a los esposos y a los hijos la originalidad de lo más sencillo, la novedad de lo más trivial, y la grandeza de lo más familiar, a lo que estamos acostumbrados. Así le ocurre, por ejemplo, a la protagonista de «Nuestra ciudad», drama del norteamericano Thornton Wilder (1897-1975). La joven mujer, fallecida prematuramente, consigue del destino el favor de visitar de nuevo los lugares en los que transcurrió su vida en la tierra. Y se asombra de lo que ve, a la vez que considera increíbles, y del todo nuevos para ella, los objetos y rincones que conocía bien y a los que nunca dio importancia en vida. Hay que redescubrir lo conocido, para valorado adecuadamente, y percibir lo que representa para nosotros.

El diálogo familiar suele ir precedido con frecuencia de los diálogos y conversaciones interiores, de lo que cada persona se dice a sí misma. Es como mirarse uno en el espejo, y reaccionar de un modo determinado en la intimidad de la conciencia. En esos monólogos se gestan las palabras y los silencios capaces de crear o alterar el buen clima de los esposos, y de la familia.

El monólogo interior es bueno y fecundo si ayuda .al recogimiento, a la reflexión sensata, al autoconocimiento, ya la auto crítica que pueda ser necesaria. Es perjudicial y venenoso si insiste en comparaciones que generan agravios, o crean laberintos personales de resentimiento, o edifican una imagen ficticia del yo.

«De la abundancia del corazón habla la boca» [Mt 12,34]. Hay un lenguaje ofensivo, destructor de cualquier relación humana, hecho de gritos, recriminaciones, insultos, ironías, y calificativos humillantes. Es un fenómeno que responde a la patología del lenguaje, y cuya triste posibilidad ha de hacer pensar sólo en la realidad contraria. La voz humana no sólo asombra en la elocuencia, en el discurso bello, o en el canto. Asombra sobre todo en su eficacia creadora y en su capacidad única de comunicar sentimientos, de tranquilizar turbulencias del alma, y de cambiar el corazón.

La palabra es vehículo de ánimo y de comprensión. Expresa una fidelidad que disculpa y perdona, siempre que es necesario. Los cónyuges han de estar preparados para cualquier eventualidad, para cualquier situación en la que los recursos espirituales y humanos de uno de ellos hayan de suplir las deficiencias y equivocaciones del otro. El mal es parásito del bien, y en un dialogo sincero y perdonador, aquél no prevalecerá tanto como para romper la armonía familiar o comprometer la fidelidad.

Existen también silencios creativos, y otros que pueden resultar letales para la fidelidad. El silencio expresa normalmente la sólida cotidianidad y la fortaleza de un amor que no necesita declaraciones solemnes. Hay silencios que se oyen, que son elocuentes en máximo grado, que dicen más y mejor que las palabras.

El silencio puede ser a veces el clima necesario para una convalecencia moral, para que cicatricen y se cierren heridas del alma. Porque hay ocasiones en las que ninguna palabra puede ser bien dicha o bien entendida.

Pero no cabe duda que una crisis se desata o agrava por silencios indebidamente mantenidos, por razones no manifestadas, explicaciones no tenidas, acciones o palabras negativas no reconocidas, excusas o perdones no solicitados.

Los gestos encierran un valor y una trascendencia que pueden ser incalculables. Un gesto amable o benévolo es capaz de iniciar una reconciliación, o indicar que episodios o palabras divisivas o hirientes han sido olvidados.

Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645) ha expresado simultáneamente los extremos del amor fiel, más fuerte que la muerte, y de la finitud humana, en un espléndido soneto que dice así:

«Cerrar podrá mis ojos la postrera

sombra que me llevare el blanco día,

y podrá desatar esta alma mía

hora a su afán ansioso lisonjera;

mas no, de esotra parte, en la ribera

dejará la memoria en donde ardía:

nadar sabe mi llama la agua fría,

y perder el respeto a ley severa.

Alma a quien todo un Dios prisión ha sido,

venas que humor a tanto fuego han dado,

medulas que han gloriosamente ardido,

su cuerpo dejarán, no su cuidado;

serán ceniza, mas tendrá sentido;

polvo serán, mas polvo enamorado

Cfr. José Morales, Fidelidad, Rialp, Madrid 2004, cap. VIII, pp. 215-242

 
 Fuente:

almudi.org 

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