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Lo que Dios ha unido
 
Autor
El Escoliasta

 

Se conocieron y se gustaron desde el principio. Siempre recordarían aquel día en que un amigo común los presentó como el de su flechazo. Se sintieron cada vez más enamorados, con los años de noviazgo se fueron conociendo y queriendo cada vez más. Hubo momentos alegres y tristes, de felicidad y de crisis, pero aquello era, decididamente, una historia de amor.

Finalmente se casaron, por la Iglesia. Creían en Dios y querían sentirse bendecidos en su amor, eran cristianos y querían recibir el sacramento del Matrimonio. En un rincón de su corazón había un lugar para la fe. El día de la boda se leyó una frase rotunda de Jesús: “lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”, y pensaron que era algo maravilloso, que a ellos también les haría felices que su unión fuera para siempre. Sintieron que el deseo de sus corazones era también el deseo de Dios y esa frase se les quedó grabada como la gran ilusión de su vida.

Pasaron los años, vinieron los hijos, y las cosas cambiaron. La pura novedad de despertarse enamorados cada día se fue transformando en una rutina, el diálogo se les fue haciendo más difícil y superficial, la educación de los hijos se les puso cada vez más cuesta arriba y ponerse de acuerdo comenzó a ser más complicado. La frase que les llenó de ilusión el día de la boda fue perdiendo brillo en su memoria. Ahora, cuando recordaban “lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” sentían en esas palabras el peso de una obligación. Era el recuerdo de su responsabilidad de ser padres, de mantener una familia, de seguir unidos para bien de sus hijos y de la sociedad.

No era sencillo, la convivencia se les fue agriando hasta sentirla como una tortura, cada vez se hacían mayores los silencios y las incomprensiones. Comenzaron a pensar que nada es para siempre, que al fin y al cabo tenían derecho a buscar la felicidad... Y también entonces les volvió a la memoria la frase “lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”, pero ya no encontraban en ella el eco de la ilusión, ni siquiera la fuerza de la obligación, esta frase comenzó a parecerles una maldición, una imposición absurda que sólo les auguraba un futuro de desdichas.

Pero dejemos por un momento esta historia que es la de tantas parejas y reflexionemos sobre lo que ha pasado ¿Cómo es posible que una frase que representaba originalmente una ilusión se convierta en una maldición?

Quizá el error estuvo en considerarla simplemente una ilusión. Por desgracia hay muchas parejas cristianas para las que el amor es un impulso, una pasión, una decisión incluso, pero no fundamentalmente una llamada de Dios. Si el poder de Dios, que es el único que puede hacer algo definitivo, no fundamenta la relación de la pareja, es muy difícil que la idea de una unión para toda la vida pase de ser una mera ilusión. Cada pareja cristiana debería plantearse si vive su amor como una auténtica llamada de Dios o únicamente como un deseo mutuo que les da felicidad, si es Dios quien los une o solamente están unidos por un cúmulo de sentimientos y decisiones compartidas. Si Dios no es vivido como el núcleo que da fuerza al amor de la pareja la unión para toda la vida se convierte en una frágil ilusión a merced de todos los vientos.

Esta frase de Jesús nunca quiso ser una ilusión, ni una obligación, ni una maldición, sino todo lo contrario, una bendición. La bendición de descubrir en el propio amor el amor de Dios, la bendición de estar unidos no sólo por las propias voluntades, sino por la voluntad de Dios mismo. Cuando una pareja enamorada descubre y vive esta experiencia, el matrimonio para toda la vida muestra su grandeza como signo y presencia del amor inquebrantable de Dios a la humanidad. Entonces el amor para toda la vida pasa de ser una ilusión a convertirse en un regalo de Dios, una realidad viva que es fuente de felicidad en todas las circunstancias. Y esto no es un hermoso sueño, gracias a Dios es la realidad viva que podemos ver en tantas parejas que viven su amor, sus encuentros y desencuentros, sus trabajos y sus frutos, como una bendición de Dios.
 
 Fuente:

El Escoliasta

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