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El matrimonio |
Autor |
Camilo Valverde Mudarra |
La
etimología del término “matrimonio” hay que buscarla en su propia
significación y en la de otros vocablos sinónimos. En general, se piensa
que procede de la palabra latina “matrimonium”
compuesta, a su vez, de “matris”
y “munium” con el producto
semántico de oficio, carga o cuidado de la madre, función que lleva a
cabo la madre. Pero, no parece muy acertada; más que definir el
matrimonio, aborda uno de sus efectos y olvida la presencia del padre tan
necesaria incluso para la subsistencia de la madre. De ahí que, al
indagar, se descubren, en todas las lenguas románicas, unas palabras que
designan la unión conyugal derivadas de los vocablos latinos “maridare”
y “maritus” formadas del
lexema: mas, maris que significa
macho, varón. Así el castellano cuenta con
maridar y maridaje; el catalán
con maridatge; el francés con marier
y mariage; el italiano con maritagio;
y el inglés mismo con marriage,
procedente del término francés. De
todos modos, lo cierto es que la idea y la voz que prevalece es la de
“madre”, para cuyo significado el sánscrito usa mâtar,
el irlandés mathir y mater
el latín, con el lexema indoeuropeo ma,
en relación directa con el hebreo am
que significa madre y que forman el verbo latino amare
y el sustantivo amor. No puede extrañar que esta raíz pertenezca a la
lengua primitiva; es esencialmente un sonido onomatopéyico que reproduce
el sonido labionasal emitido por el
niño de modo involuntario al tomar la leche materna. La labial m es el sonido universal en boca del niño, presente en todas las
lenguas, para expresar el concepto de madre.
La idea de la maternidad conlleva la de engendrar y, en ella, por
tanto, la de la unión sexual de los esposos. De ahí que el término matrimonio indique en su etimología el enlace de hombre y mujer
para la procreación, la formación de la familia y su protección Desde
antiguo, en diferentes culturas, era costumbre concertar el matrimonio por
decisión patriarcal, anteponiendo razones sociales, políticas y económicas
al aserto y al conocimiento de los jóvenes. No se les había consultado,
ni se habían visto antes de la boda. Los apetitos naturales por el cauce
normal del instinto lograrían, con el auxilio del tiempo, el brote del
sentimiento y del afecto. Este acuerdo cobraba validez moral sólo en el
momento en que los contrayentes daban su consentimiento sin coacción ni
miedo alguno y se tenía la certeza de que surgiría el amor mutuo entre
los esposos.
El atractivo y el afecto, aún en época de los patriarcas, han
estado en la base y fundamento de la unión matrimonial. Jacob trabajó
durante siete años, que le parecieron un día, por amor a Raquel; y a
Ana, madre de Samuel, su marido le patentiza su amor. La atracción es la
tensión entre sexos que se concreta en el “otro”. Se resuelve en el
hallazgo del complemento, de la madurez y riqueza en el ser.
El impulso sensitivo ha de venir a formar un todo compacto con
aquel supremo amor que S. Pablo denomina “ágape”. Es el amor total, “paciente, servicial, no envidioso, no se pavonea, no se engríe; no
ofende, no busca el propio interés, no se irrita, olvida las ofensas; no
le alegra la injusticia, le gusta la verdad; todo lo excusa, todo lo cree,
todo lo espera, todo lo tolera” (1Cor 13,4-7). El matrimonio que no
se funde y rija por este programa de vida está abocado a la ruina. Por
eso, presenciamos todos los días tantos fracasos tantas rupturas, porque
los materiales empleados en su construcción han sido ruinosos y frágiles.
Necesita seriedad y reflexión, preparación y formación en su nacimiento
y frecuente riego con la paciencia, con la disculpa con la tolerancia, y
la alegría en su crecimiento. El ágape, altruista y desprendido, alejado
del yo vive en y para el tú. Busca, como de modo natural, la dicha y
comprensión del otro, sin idealizarlo, acepta su ser con defectos y
debilidades, para cumplir juntos el deber cotidiano.
El fin inmanente a la institución natural del matrimonio es doble:
la generación y educación de los hijos y la unión de vida en común
robustecida por el amor. Sin la primera, esto es, si se evita la procreación
deliberadamente, la segunda, la unión natural languidece y la comunión
de vida se va desgastando hasta que queda en simple estar o desaparece. En
el ambiente que respiramos, se han introducido muchos modismos y formas
que intentan destruir el matrimonio y la familia; nuestra respuesta será
la de S. J.Crisostomo: “No me cites leyes que han sido dictadas por los de fuera…Dios no
nos juzgará en el día del juicio por aquellas, sino por las leyes que Él
mismo ha dado”.
La descendencia, el “creced y multiplicaos”, es un fin natural
e inmediato querido por Dios al instituir el matrimonio, “id y poblad la
tierra, multiplicaos” (Gén 1,28) y, a la vez, es el término natural
que confirma la lógica humana de modo directo. La educación de los hijos
se integra de modo coherente en el deberes de los cónyuges dentro de la
unidad familiar, como ya dijo Pío XI: “insuficientemente, en verdad,
hubiera Dios sapientísimo provisto a los hijos y, consiguientemente, a
todo el género humano, si a quienes dio potestad y derecho de engendrar
no les hubiera también atribuido el derecho y deber de educar por mandato
de la naturaleza y de Dios, este derecho y deber de educar a la prole
pertenece ante todo a quienes por la generación empezaron la obra de la
naturaleza y absolutamente se les prohíbe que, después de empezada, la
expongan a una ruina segura, dejándola sin acabar” (Casti Connubii). La
madre representa la raíz educadora del niño en la ternura y mayor
dedicación y el padre, la autoridad. Pero, es necesaria la labor conjunta
de los padres para lograr lo que es una obligación de justicia a la
prole. Y, al mismo tiempo, para educar hay que esta preparado; sin una sólida
formación no se puede enseñar. Y la primera lección que los padres han
de dar a sus hijos es la del ejemplo; las palabras vuelan y los ejemplos
arrastran. El niño es una esponja y recoge todo lo que ve y oye; su
personalidad futura depende del aprendizaje correcto en su primera etapa
infantil; las primeras papillas lo condicionan para siempre. En muchos
casos, la inhibición, la agresividad, la culpabilidad, la violencia y la
irresponsabilidad se genera en una infancia negativa. Allí, se desvía,
se impide, obstaculiza y se pierde. El niño que respira un aire
cristiano, responsable, de respeto y tolerancia, de servicio y sacrificio,
de amor y alegría, de renuncia a diversiones y egoísmos, será un hombre
entero y maduro. La entereza vendrá de la formación de una recia
voluntad, que exige la adquisición de hábitos por medio de la práctica
de pequeños actos, para eliminar veleidades y alcanzar la reciedumbre. Es
imprescindible encauzar los impulsos, las tendencias y las pasiones. No se
puede hacer dejación de la autoridad; inhibirse y conceder todos los
caprichos es deseducar. El mismo hijo busca y pide el principio de
autoridad sin el que se siente desorientado, desprovisto y entristecido.
La educación primera y fundamental se recibe en el seno familiar.
Esa labor esencial de la familia jamás puede sustituirla ni suplirla la
escuela que, más tarde, se añade y adiciona a aquella. Una educación
completa ha de surgir de los padres que son los principales educadores,
cuya finalidad, en la formación del carácter y desarrollo del hijo,
estará en inculcarle el amor al prójimo
y el recto uso de la libertad; en
enseñarle el respeto y la cortesía, el servicio y la solidaridad. Un niño que no recibe estos asideros, será en adulto conflictivo y destinado al fracaso personal y social. Es preciso dotarlo de hábitos de disciplina de esfuerzo y sacrificio que le darán la consistencia, para ser un hombre justo, recto y entregado al bien. Habituado a la justicia y a la caridad coadyuvará a levantar un edificio social feliz, libre y próspero. |
Fuente: | autorescatolicos.org |
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