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El matrimonio en el Nuevo testamento
 
Autor
Camilo Valverde Mudarra

 

Es Jesucristo quien, regulariza y asienta, con su comprensión y acogida en el discipulado, la dignidad e igualdad de la mejer durante siglos vejada y minusvalorada. Esta idea la desarrollamos en nuestro libro “LAS MUJERES DEL EVANGELIO”, donde exponemos la tesis y argumentos con más extensión y detenimiento.  

Jesús Nuestro Señor establecerá, con estricta justeza, la condición femenina y le entregará el respeto y sus derechos negados tantas veces en el mundo antiguo y en el moderno.

 

1. Consideración Cristiana

 

Jesucristo derriba las principales razones de la postergación de la mujer. Su enseñanza audaz y consistente, en todas las épocas, revaloriza la dignidad de la mujer. Con su conducta y con su doctrina, deja asentado que su destino biológico y su puesto social no consiste sola y exclusivamente en la función de esposa y madre.

         Entre los judíos, el matrimonio era una cuestión vital; nadie lo podía rehuir por el sentido atávico de consolidar y perpetuar la raza y la propia familia, semejante consideración tenía en el mundo grecorromano. Jesús deja libre a la mujer de esta insoslayable ley. Ya no es su única tarea el traer hijos al mundo como ha creído la antigüedad. Concediéndole su justa perspectiva, la unión marital no es la situación última, suprema y exclusiva. Hay otras muchas funciones que se pueden y deben cumplir. Tras la resurrección de los muertos, ya no habrá necesidad de casamiento, pues el número de los elegidos estará completo: En la resurrección, ni los hombres ni las mujeres se casarán (Mt 22,30).

         Cuando el reino de Dios entra en la historia, impone nuevas ideas y abre nuevos caminos que conducen al servicio de Dios desde distintas fronteras y categorías.

Jesús derriba el tabú y coloca a la mujer en su puesto de madurez espiritual. Está pronta al arrepentimiento, a la conversión y a la fe. Capta con esmero los estrictos mandatos éticos del Maestro: el fundamento está en el amor a Dios y al prójimo. Ningún hombre lavó los pies de Jesús con sus lágrimas y los secó con sus cabellos ni ninguno se sentó a sus pies y, rociándolos de perfumes, los ungió con sus besos.

La prostituta, en la sociedad israelita, era un despojo, una excluida. Jesús la perdona y la acoge. Se atreve a proclamar que entrarán en el Reino antes que muchos de aquellos que se creían meritorios, reputados maestros espirituales y santos: En verdad os digo que los publicanos y las meretrices irán antes que vosotros al Reino de Dios. Porque Juan ha venido a vosotros por el camino de la justicia y no habéis creído en él  (Mt 21,31-32).

Y las prostitutas creyeron en el Bautista y, aceptando su invitación a la penitencia y al arrepentimiento, hicieron vida real la doctrina del profeta. Pone de relieve la fiel conversión de la pecadora que ama mucho porque se le han perdonado sus muchos pecados (Lc 7,47). Alaba la fe enorme de la mujer pagana que acomoda su querer con entrega y fidelidad a la voluntad de Dios como su fin y su único querer: “¡Oh mujer!, grande es tu fe. Que te suceda como quieres” (Mt 15,28).   

         El Maestro de Nazaret rompe con las normas denigrantes e inhumanas que humillan y marginan a la mujer; se salta los rígidos formulismos sociales y, lo mismo que lo hace con los hombres, conversa en público con las mujeres, sean paganas o heréticas; no tuvo inconveniente que mujeres de Galilea lo siguieran, contaran entre sus discípulas, y lo acompañaran en el camino de la cruz. A ellas, las primeras que acuden al sepulcro, se aparece haciéndolas testigos de su resurrección e invistiéndolas de la misión de ir a anunciar esta gran noticia a los Apóstoles y al mundo.

Esta actitud de Jesucristo proclama firme el plano de igualdad y la auténtica dignidad que concede a la mujer. La considera capaz e igual al hombre para entender su doctrina y trabajar en los asuntos del Reino, nunca hace distinción alguna en su trato y en su predicación.

Cristo, que se encarnó en mujer y habitó entre nosotros, para llevar a cabo nuestra salvación, es sobre todo el que sitúa de nuevo el matrimonio dentro del proyecto original de Dios.

Es de relevante importancia el hecho de que Jesús quiera nacer dentro de una familia, aunque sea una familia muy particular, en que el elemento determinante es la aceptación de la voluntad de Dios, como medida de las acciones y de los comportamientos de los miembros que la componen.

María, ante el anuncio asombroso de su maternidad afirma su fe incondicional: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). José, que en todas las circunstancias, incluso las más embarazosas, obedece la voluntad divina: "José, hijo de David, no tengas ningún reparo en recibir en tu casa a María, tu mujer, pues el hijo que ha concebido viene del Espíritu Santo" (Mt 1,20-24). El mismo Jesús, en el episodio de su extravío en el templo, reivindicará para sí la primacía absoluta de la voluntad de Dios, incluso frente al sufrimiento de sus padres (Lc 2,49).

Así pues, Jesús nace en una familia en la que la palabra de Dios marca el rumbo y el amor, totalmente desinteresado, es la regla primera y esencial.

Incluso, en su actividad pública, Jesús manifestará que la familia ocupa un lugar preeminente en su doctrina y expresará, superando hábitos desviados del pasado, el contenido filosófico y teológico sobre el matrimonio. No es casual que su actuación comience con el episodio de las bodas de Caná, en que su presencia es altamente significativa. Quiere que el primer acto de su manifestación mesiánica sea el devolver al matrimonio su pureza primigenia, y elevarlo, con su   bendición, a la dignidad de sagrado, camino de santificación por la ayuda mutua y en los hijos. Por ello, la conversión del agua en vino es (entre otras simbologías) un signo material de la santidad y de la alegría matrimonial. Exalta los lazos familiares con la amistad de Lázaro y sus hermanas (Jn 11,1-44), conoce el dolor de un padre en el drama del hijo pródigo (Lc 15,11-32) y ama a los niños.

La idea del Reino de Dios, núcleo de la enseñanza sinóptica, se especifica mediante la alegoría matrimonial, el Reino se asemeja a las nupcias que el Padre prepara para su Hijo con su esposa, la humanidad (Mt. 22,2-15). Evoca la imagen, tan recurrida por los profetas desde Oseas, del matrimonio de Yahvé con su esposa infiel, Israel.

Dos textos del evangelista S. Mateo ponen de manifiesto el pensamiento de Jesucristo sobre la íntima unión que por los lazos intensos del amor establece el matrimonio (19,3-10 y 5,31-32). Expresa claramente “ya no son dos, sino una sola carne”. Y ante la objeción de que Moisés les concedió el libelo de divorcio, argumenta que se debió a la dureza de “vuestro corazón”, a las corruptelas a las que se entregaron, pero que “no era así desde el principio”.

 

 
 Fuente:

autorescatolicos.org

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