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El respeto conyugal |
Autor |
Rafael Llano C. |
La
primera condición que deben vivir los cónyuges es el mutuo respeto.
Respetar significa aceptar al otro como esa persona es. Esta diferencia
comienza por la distinción radical de dos sexos. Cuántos problemas
matrimoniales se solucionarían si los esposos supiesen respetar esa
diferencia elemental. El
ser humano es sexuado desde la última partícula de su ser hasta la
primera. No existe una sola célula que no traiga la marca de masculino o
femenino. Lo mismo se podría decir de las actitudes: no hay gesto,
sentimiento o emoción que no esté impregnado de lo masculino o femenino. Algunos
varones creen que se casaron con un ser humano que tiene el aspecto físico
de mujer –belleza y formas femeninas- y mente de varón. Algunas mujeres
juzgan que se casaron con un mozo que tiene la fortaleza de un hombre y el
alma de mujer, lo cual puede ser jocoso. Sería preciso conscientizarlos
de las diferencias. Ni el se casó con un ejecutivo dotado de encantos
femeninos ni él se casó con una “mademoiselle” con músculos de
luchador. Esto que puede parecer gracioso es lo cotidiano. Este
contraste psicológico puede llevar al marido a decir que se casó con un
ser complicado, y llevar a la mujer a pensar que se casó con un ser egoísta
y grosera. Esas desavenencias íntimas terminan a veces en tristes
decepciones. Al
hombre le gusta sentirse superior. La mujer experimenta orgullo de sentir
esa fuerza a su servicio. Es bello experimentar que esa energía masculina
trabaja para su felicidad. Más él querrá dominar. El triunfo de la
mujer consiste en dar la impresión de que el marido es quien manda. La
mujer tiene la gran virtud de entregarse sin medida, y desearía que el
hombre amara así: encima de cualquier mujer y de cualquier interés. La
mujer está dotada para arrancar secretos del alma, como vemos en el caso
de Sansón y Dalila; y sabe llevar al marido a terrenos de confidencias íntimas.
Por eso cuando el marido llega a casa, generalmente ella desea establecer
conversaciones. Éste, tal vez cansado o preocupado con sus problemas
laborales, se encierra en su mundo o viendo la TV y, si llega un colega a
consultarle algo, rápidamente se sale de su sillón para atenderlo,
prepara un aperitivo y pasa horas interminables con él. La mujer,
desolada, piensa que le tiene más confianza al amigo que a ella, que es
feliz con otros, y se despiertan los celos. Y no es verdad. Ese marido
aparentemente desatento, es capaz de dar la vida por ella. Sucede
que a él le parece que una conversación larga con su esposa de sus
problemas profesionales no le traerá la solución porque ella no entiende
de esos problemas. El esposo debe estar atento a esta faceta de la vida
conyugal para evitar que su esposa se sienta desplazada. Mas
esas diferencias se tornan aún más profundas si se entra al terreno de
la sexualidad. El hombre es más carnal; la mujer es más afectiva. El
hombre es directo; la mujer busca la ternura. La mujer necesita preámbulos,
ternura, cariño, y no quiere a ser directa en lo sexual, lo cual puede
herir la virilidad masculina. Si a la mujer se le exige una relación sin
caricias ni ternura, se siente “intrumentalizada”: se siente rebajada
de su condición de madre y esposa a la de prostituta o amante. Y nace la
rebelión. A
veces hay un sentimiento mutuo de incomprensión que va abriendo la brecha
paulatinamente. Se hace una herida que sólo se curaría con una
condescendencia mutua, pero también se puede hacer una llaga purulenta y
un abismo de aversión. A
veces esa brecha llevada con cierta discreción, termina en la ruptura y
la infidelidad. Por eso es importante el respeto a las diferencias
radicales marcadas por el sexo de cada uno. Esas diferencias, aunque
puedan generar dificultades mutuas, pueden representar presupuestos de una
complementariedad superior. En realidad, el hombre precisa de las
cualidades netamente femeninas, y la mujer necesita de las cualidades
masculinas. La
mayor felicidad a que una mujer puede aspirar dentro del matrimonio, dice
Leclercq, es tener una marido que sea verdaderamente hombre, a pesar de
sus rudezas y faltas de delicadeza; y aquello a que de más precioso puede
aspirar un hombre es a su mujer sea una verdadera mujer, a pesar de los
aborrecimientos que le pueda causar su afectividad. Uno y otro se apoyan
mutuamente cuando se aceptan como son. Pues bien, en ese mutuo apoyo y en
esa complementariedad superior, se configura una de las realidades más
maravillosas del matrimonio y del amor humano. Textos sacados de Rafael L. Cifuentes, Noivado e casamento, Ed Paulinas, Río de Janeiro 1992. Traducido por Rebeca Reynaud. |
Fuente: | Autorescatolicos.org |
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