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Matrimonio, institución natural |
Autor |
Camilo Valverde Mudarra |
El
matrimonio es una entidad esencial de la realidad del hombre, ser
racional, que consta de alma y cuerpo.
Se puede decir que es la unión plena, permanente y legal de
personas de distinto sexo. La
característica de la plenitud es la más sobresaliente y la que destacan
los libros sagrados desde el Génesis: dos
en una sola carne, hasta el de Manú: el
varón forma con su mujer una sola persona. Determinan así el
principio distintivo del matrimonio en el hecho de entronque y perfección
de dos seres que se funden en un unum superior, en una individualidad
fraguada por el amor y enraizada en la familia. El
matrimonio es una sociedad constituida en la unión marital de hombre y
mujer, personas legítimas y libres que deciden por propia voluntad
establecer su vida en común, íntima, permanente y monógama. Es una
institución natural con las características propias de sociedad: la
unidad íntima y permanente que origina unos objetivos comunes que son el
amor profundo y la entrega dadivosa que desborda su caudal afectivo en el
“tú”, para olvidar sistemáticamente el “yo”; de esa dádiva
amorosa, se hace presente la procreación responsable, libremente elegida
y, en consecuencia, la educación de los hijos en el respeto, la libertad,
el amor y la responsabilidad; y, en tercer lugar, se ordena a la ayuda
mutua, al complemento y a la colaboración sostenimiento y construcción
del bienestar espiritual y material de la sociedad familiar, a la vez, que
será el cauce que satisfaga los apetitos sexuales en evitación de
remedios externos peligrosos y distorsiones emocionales y corporales.
Tales finalidades se asientan en un pacto libre y consciente cuyas cláusulas
se centran en la mutua donación y en la edificación diaria de la unión
de dos en uno. En
esta institución natural, las relaciones específicas de la comunidad
conyugal surgen del pacto o contrato que es, en sí, la causa del vínculo.
La esencia del matrimonio estriba en el hecho de otorgar el mutuo y libre
consentimiento que establece el vínculo. Esta institución supone un
convenio específico que lo diferencia de los ayuntamientos animales
movidos por el ciego instinto de la naturaleza sin razón y voluntad
deliberada y de las inconstantes uniones humanas carentes de todo vínculo
honesto de la voluntad y de todo derecho social. Dos
rasgos subyacen en esta institución de naturaleza humana: la sexualidad y
la sociabilidad. Por
la primera, la especie humana está dotada del recíproco complemento de
hombre y mujer con fines de propagación. La sexualidad pertenece
constitutivamente al propio ser humano. La diversidad biológica de ambos
sexos se revela también, por la íntima relación de cuerpo y alma, en la
anímica y espiritual. La diversidad de sexo es una realidad original
incontrovertible. Existe desde el principio del hombre dotada de una
bondad natural intrínseca que no se llega a desvirtuar esencialmente con
la potencial villanía del hombre. La sexualidad humana hay que entenderla
como un don natural originario y anterior cuya bondad es independiente de
la conducta y del empleo que reciba. No se prejuzga, en este sentido, la
moralidad del ser racional en su uso, pues depende de la sumisión libre y
consciente a sus normas intrínsecas, sin que se señale la sexualidad
como factor integrante de la persona. No
es admisible desde ningún presupuesto tratar la sexualidad como degradación
del hombre. En la historia, han causado un funesto influjo las filosofías
sublimadoras, enemigas de lo corporal y de lo sexual. En el mundo
grecorromano, la doctrina evangélica se enfrentó con poderosas ideologías
que consideraban lo sexual un rebajamiento obsceno: el dualismo persa, el
culto oriental de los misterios, el neoplatonismo, el gnosticismo y el
maniqueísmo. Este
espiritualismo ha impregnado y seducido de modo larvado el pensamiento
occidental hasta el presente. La
condición sexual del hombre es preciso distinguirla del instinto sexual.
La primera abarca más y atañe a la totalidad del ser: materia y espíritu.
El varón se orienta más a la acción, la mujer, al tú y a la sociedad,
a la maternidad en ser y estar a disposición, en su capacidad de renuncia
y servidumbre. Sin exagerar las diferencias, hay que afirmar que el
distinto modo de ser del hombre y de la mujer incide hasta las más hondas
raíces de su constitución física y espiritual.
La
simple actividad sexual no implica en sí cualidad moral absoluta. Su
consideración moral, como en cualquier otro asunto, reside en la recta o
deplorable conducta del sujeto agente. Únicamente la práctica de la
sexualidad, sin tener en cuenta otros aspectos, no muestra su calidad
moral, así como la abstinencia no constituye un acto moral, en sí bueno
o malo. No
obstante, siendo una actuación humana, que exige la cesión y la ofrenda
mutua en complementariedad, la relación entre hombre y mujer, sólo si se
produce en la amorosa donación del propio ser personal, llega a ser auténtica
acción humana con posible valor moral. La sexualidad humana tiene su
cauce natural en el matrimonio, pues en él y en la familia se encuentra
la raíz estable de una sociedad equilibrada y progresista. La
sociabilidad consiste radicalmente en la inclinación inherente del ser
humano hacia el trato con los otros que reside en la misma naturaleza. El
carácter social del matrimonio proviene de la tendencia que siente la
persona hacia los otros seres. No es posible violentar la realidad previa
de la condición de criatura del hombre. Dios crea al hombre y, después,
con el “no es bueno que esté
solo”, lo entronca en el orden inherente a la naturaleza creada de
sociabilidad, libertad y comunidad. Aún históricamente, el hombre es
primero y, luego, a partir de él, la familia y la sociedad. El
contrato matrimonial se produce por la conjunción de la voluntad de dos
personas que pueden establecerlo por su libre consentimiento. Los
principios esenciales del pacto aceptados libremente, escapan al arbitrio
del hombre, como cualquier norma que emana del derecho natural.
Este
pacto entre hombre y mujer supone un compromiso común de vida íntima
para construir la unidad de la comunidad familiar entraña dos aspectos de
máxima importancia: la dignificación de la persona que compromete
libremente su ser y su vida en un quehacer superior de conservar y
enriquecer su amor en la entrega al otro y en la creación y mantenimiento
de la célula familiar; el amor conyugal es la causa que lleva al
consentimiento y la determinante del hecho. Para
que este amor se produzca entre dos personas es preciso que se de la
simpatía entre ellas, sin la que habrá sólo sexualidad, pero no amor;
al indagar el origen de la simpatía, Schopenhauer, según enseña Heráclito,
lo ve en la heterogeneidad por la que uno tiende al otro por la cualidades
que tiene y le faltan a él, la mayoría de los autores la hacen proceder,
como entiende Empédocles, de la analogía o semejanza; y, por otra parte,
para el creyente, es la respuesta a su vocación, a la llamada divina para
firmar tal compromiso personal con el Creador que le manifiesta la
trascendencia de su amor matrimonial al servicio del otro y de los hijos.
Es sentirse elegidos, desde la eternidad, a la misión sublime de cooperar
con Dios a la creación de la
familia y a la educación de
los hijos. La
unión sexual entre los esposos supone el amor conyugal. Pero hay que añadir que tal afección no es el fundamento de la institución del matrimonio; la raíz se halla en la diversidad psicofísica del sexo, si bien esa diferencia u oposición se manifiesta en el sentimiento del amor entre los esposos; tampoco es la causa eficiente del matrimonio que se encuentra en el consentimiento, el amor es sólo al causa ocasional; y, por último, si el amor es condición moral para constituir el matrimonio, y ayuda en la elección y en el cumplimiento de los deberes al suavizar los escollos de la vida matrimonial, no es absolutamente necesario en cuanto a su realidad jurídica y menos aún en cuanto a la subsistencia de la unión, puesto que, al constituirse el matrimonio, se originan unos deberes entre los cónyuges y de ellos con los hijos. Son obligaciones ineludibles cuya atención y cumplimiento ciertamente no ha de residir en la existencia o no del amor. |
Fuente: | autorescatolicos.org |
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