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El matrimonio, manantial de la familia |
Autor |
Camilo Valverde Mudarra |
La
familia constituye una realidad natural anterior a cualquier
organización política y a cualquier institución jurídica. Por
consiguiente, los poderes políticos (Cf. Carta de los derechos de la
familia, Preámbulo, B y D.) deben reconocer la originalidad y la
identidad de la familia fundada en el matrimonio. La familia, puesta
entre lo privado y lo público, no debe reducirse a una especie de unión
contractual arbitraria entre las demás, que se puede hacer o deshacer a
capricho. El matrimonio da lugar al nacimiento de una comunidad
totalmente original, formada por un hombre y una mujer, que afecta al
presente y al futuro de la sociedad. Por desgracia, durante el congreso
se constató que, tanto a nivel nacional como internacional, hoy se
tiende a debilitar el matrimonio y la familia que brota de él, en vez de
fortalecerlos. A la familia, considerada como una unión precaria de
individuos, se la está haciendo cada vez más frágil. Es necesario
profundizar en la misión educadora de la familia. Entre los numerosos caminos, la familia es el primero y el más importante. Es un camino común, aunque particular, único e irrepetible, como irrepetible es todo hombre; un camino del cual no puede alejarse el ser humano. En efecto, él viene al mundo en el seno de una familia, por lo cual puede decirse que debe a ella el hecho mismo de existir como hombre. Cuando falta la familia, se crea en la persona que viene al mundo una carencia preocupante y dolorosa que pesará posteriormente durante toda la vida. La Iglesia, con afectuosa solicitud, está junto a quienes viven semejantes situaciones, porque conoce bien el papel fundamental que la familia está llamada a desempeñar. Sabe, además, que normalmente el hombre sale de la familia para realizar, a su vez, la propia vocación de vida en un nuevo núcleo familiar. Incluso cuando decide permanecer solo, la familia continúa siendo, por así decirlo, su horizonte existencial como comunidad fundamental sobre la que se apoya toda la gama de sus relaciones sociales, desde las más inmediatas y cercanas hasta las más lejanas. ¿No hablamos acaso de «familia humana», al referirnos al conjunto de los hombres que viven en el mundo? La familia tiene su origen en el mismo amor con que el Creador abraza al mundo creado, como está expresado «al principio», en el libro del Génesis (1,1). Jesús ofrece una prueba suprema de ello en el evangelio: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3,16). El Hijo unigénito, consustancial al Padre,«Dios de Dios, Luz de Luz», entró en la historia de los hombres a través de una familia: «El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, ...amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado». Por tanto, si Cristo «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre»4, lo hace empezando por la familia en la que eligió nacer y crecer. Se sabe que el Redentor pasó gran parte de su vida oculta en Nazaret: «sujeto» (Lc 2, 51) como «Hijo del hombre» a María, su Madre, y a José, el carpintero. Esta «obediencia» filial, ¿no es ya la primera expresión de aquella obediencia suya al Padre «hasta la muerte» (Flp 2, 8), mediante la cual redimió al mundo? El misterio divino de la Encarnación del Verbo está, pues, en estrecha relación con la familia humana. No sólo con una, la de Nazaret, sino, de alguna manera, con cada familia, análogamente a cuanto el Concilio Vaticano II afirma del Hijo de Dios, que en la Encarnación «se ha unido, en cierto modo, con todo hombre». Siguiendo a Cristo, «que vino» al mundo «para servir» (Mt 20, 28), la Iglesia considera el servicio a la familia una de sus tareas esenciales. En este sentido, tanto el hombre como la familia constituyen «el camino de la Iglesia».
Nos
preocupa la dramática devaluación de la maternidad en nuestras
sociedades. Todo da a entender que el valor y la dignidad de la mujer se
basan en su profesión remunerada, y que, si no es así, no goza de mucha
consideración social. La función de la madre, en cuanto tal, se debe
reconocer a causa del servicio real y eficaz que presta a la sociedad.
La maternidad no es un simple trabajo comparable a tantas profesiones
laudables y dignas; es mucho más: una vida vivida al servicio de
una tarea vocacional de suma importancia para las mismas personas, para
la familia y para la sociedad entera. Reconocer la función de la mujer
en la sociedad no debe considerarse una conquista, cuando va en
detrimento de la misión materna. La experiencia enseña que el amor humano, orientado por su naturaleza hacia la paternidad y la maternidad, se ve afectado a veces por una crisis profunda y por tanto se encuentra amenazado seriamente. En tales casos, habrá que pensar en recurrir a los servicios ofrecidos por los consultorios matrimoniales y familiares, mediante los cuales es posible encontrar ayuda, entre otros, de psicólogos y psicoterapeutas específicamente preparados. Sin embargo, no se puede olvidar que son siempre válidas las palabras del Apóstol: «Doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra» (Ef 3,14-15). El matrimonio, el matrimonio sacramento, es una alianza de personas en el amor. Y el amor puede ser profundizado y custodiado solamente por el amor, aquel amor que es «derramado» en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). La oración del Año de la Familia, ¿no debería concentrarse en el punto crucial y decisivo del paso del amor conyugal a la generación y, por tanto, a la paternidad y maternidad? ¿No es precisamente entonces cuando resulta indispensable la «efusión de la gracia del Espíritu Santo», implorada en la celebración litúrgica del sacramento del matrimonio? El Apóstol, doblando sus rodillas ante el Padre, lo invoca para que «conceda... ser fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior» (Ef 3,16). Esta «fuerza del hombre interior» es necesaria en la vida familiar, especialmente en sus momentos críticos, es decir, cuando el amor —manifestado en el rito litúrgico del consentimiento matrimonial con las palabras: «Prometo serte fiel... todos los días de mi vida»— está llamado a superar una difícil prueba. (cf. Redemptor hominis; Laborem exercens, 19; Carta de los derechos de la familia de J. Pablo II). |
Fuente: | autorescatolicos.org |
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