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Matrimonio, paternidad y maternidad
 
Autor
Camilo Valverde Mudarra

La "mujer", como madre y como primera educadora del hombre (la educación es la dimensión espiritual del ser padres), tiene una precedencia específica sobre el hom­bre. Si su maternidad, considerada ante todo en senti­do biofísico, depende del hombre, ella imprime un "signo" esencial sobre todo el proceso del hacer crecer como personas los nuevos hijos de la estirpe humana. La maternidad de la mujer, en sentido biofísico, manifiesta una aparente pasividad: el proceso de formación de una nueva vida "tiene lugar" en ella, en su organismo, implicándolo profundamente. Al mismo tiempo, la maternidad bajo el aspecto personal-ético ex­presa una creatividad muy importante de la mujer, de la cual depende de manera decisiva la misma humani­dad de la nueva criatura. También en este sentido la maternidad de la mujer representa una llamada y un desafío especial dirigidos al hombre y a su paternidad.


El paradigma bíblico de la "mujer" culmina en la, maternidad de la Madre de Dios. Las palabras del pro­toevangelio: "Pondré enemistad entre ti y la mujer", encuentran aquí una nueva confirmación. He aquí que Dios inicia en ella, con su "fiat" materno, "hágase en mí", una nueva alianza con la humanidad.  


El matrimonio entraña una singular responsabilidad para el bien común: primero el de los esposos, después el de la familia. Este bien común está representado por el hombre, por el valor de la persona y por todo lo que representa la medida de su dignidad. El hombre lleva consigo esta dimensión en cada sistema social, económico y político. Sin embargo, en el ámbito del matrimonio y de la familia esa responsabilidad se hace, por muchas razones, más «exigente» aún. No sin motivo la Constitución pastoral Gaudium et spes habla de «promover la dignidad del matrimonio y de la familia». El Concilio ve en esta «promoción» una tarea tanto de la Iglesia como del Estado; sin embargo, en toda cultura, es ante todo un deber de las personas que, unidas en matrimonio, forman una determinada familia. La «paternidad y maternidad responsables» expresan un compromiso concreto para cumplir este deber, que en el mundo actual presenta nuevas características.


En particular, la paternidad y maternidad se refieren directamente al momento en que el hombre y la mujer, uniéndose «en una sola carne», pueden convertirse en padres. Este momento tiene un valor muy significativo, tanto por su relación interpersonal como por su servicio a la vida. Ambos pueden convertirse en procreadores, padre y madre, comunicando la vida a un nuevo ser humano. Las dos dimensiones de la unión conyugal, la unitiva y la procreativa, no pueden separarse artificialmente sin alterar la verdad íntima del mismo acto conyugal.


Esta es la enseñanza constante de la Iglesia, y los « signos de los tiempos », de los que hoy somos testigos, ofrecen nuevos motivos para confirmarlo con particular énfasis. San Pablo, tan atento a las necesidades pastorales de su tiempo, exigía con claridad y firmeza « insistir a tiempo y a destiempo» (cf. 2 Tim 4,2), sin temor alguno por el hecho de que « no se soportara la sana doctrina» (cf. 2 Tim 4,3). Sus palabras son bien conocidas a quienes, comprendiendo profundamente las vicisitudes de nuestro tiempo, esperan que la Iglesia no sólo no abandone «la sana doctrina», sino que la anuncie con renovado vigor, buscando en los actuales «signos de los tiempos» las razones para su ulterior y providencial profundización.


Muchas de estas razones se encuentran ya en las mismas ciencias que, del antiguo tronco de la antropología, se han desarrollado en varias especializaciones, como la biología, psicología, sociología y sus ramificaciones ulteriores. Todas giran, en cierto modo, en torno a la medicina, que es, a la vez, ciencia y arte (ars medica), al servicio de la vida y de la salud de la persona. Pero las razones insinuadas aquí emergen sobre todo de la experiencia humana que es múltiple y que, en cierto sentido, precede y sigue a la ciencia misma. Los esposos aprenden por propia experiencia lo que significan la paternidad y maternidad responsables; lo aprenden también gracias a la experiencia de otras parejas que viven en condiciones análogas y se han hecho así más abiertas a los datos de las ciencias. Podría decirse que los «estudiosos» aprenden casi de los «esposos», para poder luego, a su vez, instruirlos de manera más competente sobre el significado de la procreación responsable y sobre los modos de practicarla.


Este tema ha sido tratado ampliamente en los Documentos Conciliares, en la Encíclica Humanae vitae, en las «Proposiciones» del Sínodo de los Obispos de 1980, en la Exhortación apostólica Familiaris Consortio, y en intervenciones análogas, hasta la Instrucción Donum vitae de la Congregación para la Doctrina de la Fe. La Iglesia enseña la verdad moral sobre la paternidad y maternidad responsables, defendiéndola de las visiones y tendencias erróneas difundidas actualmente. ¿Por qué hace esto la Iglesia? ¿Acaso porque no se da cuenta de las problemáticas evocadas por quienes en este ámbito sugieren concesiones y tratan de convencerla también con presiones indebidas, si no es incluso con amenazas? En efecto, se reprocha frecuentemente al Magisterio de la Iglesia que está ya superado y cerrado a las instancias del espíritu de los tiempos modernos; que desarrolla una acción nociva para la humanidad, más aún, para la Iglesia misma. Por mantenerse obstinadamente en sus propias posiciones —se dice—, la Iglesia acabará por perder popularidad y los creyentes se alejarán cada vez más de ella.


Pero, ¿cómo se puede sostener que la Iglesia, y de modo especial el Episcopado en comunión con el Papa, sea insensible a problemas tan graves y actuales? Pablo VI veía precisamente en éstos cuestiones tan vitales que lo impulsaron a publicar la Encíclica Humanae vitae. El fundamento en que se basa la doctrina de la Iglesia sobre la paternidad y maternidad responsables es mucho más amplio y sólido. El Concilio lo indica ante todo en sus enseñanzas sobre el hombre cuando afirma que él «es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma» y que «no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino es en la entrega sincera de sí mismo». Y esto porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, y redimido por el Hijo unigénito del Padre, hecho hombre por nosotros y por nuestra salvación (cf. Redemptor hominis; Laborem exercens, 19; Carta de los derechos de la familia de J. Pablo II).

 
 Fuente:

autorescatolicos.org

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