La "mujer", como madre y como primera educadora del hombre (la educación
es la dimensión espiritual del ser padres), tiene una precedencia
específica sobre el hombre. Si su maternidad, considerada ante todo en
sentido biofísico, depende del hombre, ella imprime un "signo" esencial
sobre todo el proceso del hacer crecer como personas los nuevos hijos de
la estirpe humana. La maternidad de la mujer, en sentido biofísico,
manifiesta una aparente pasividad: el proceso de formación de una nueva
vida "tiene lugar" en ella, en su organismo, implicándolo profundamente.
Al mismo tiempo, la maternidad bajo el aspecto personal-ético expresa
una creatividad muy importante de la mujer, de la cual depende de manera
decisiva la misma humanidad de la nueva criatura. También en este
sentido la maternidad de la mujer representa una llamada y un desafío
especial dirigidos al hombre y a su paternidad.
El paradigma bíblico de la "mujer" culmina en la, maternidad de la Madre de
Dios. Las palabras del protoevangelio: "Pondré enemistad entre ti y la
mujer", encuentran aquí una nueva confirmación. He aquí que Dios inicia en
ella, con su "fiat" materno, "hágase en mí", una nueva alianza con la
humanidad.
El matrimonio entraña una singular responsabilidad para el bien común:
primero el de los esposos, después el de la familia. Este bien común está
representado por el hombre, por el valor de la persona y por todo lo que
representa la medida de su dignidad. El hombre lleva consigo esta dimensión
en cada sistema social, económico y político. Sin embargo, en el ámbito del
matrimonio y de la familia esa responsabilidad se hace, por muchas razones,
más «exigente» aún. No sin motivo la Constitución pastoral Gaudium et spes
habla de «promover la dignidad del matrimonio y de la familia». El Concilio
ve en esta «promoción» una tarea tanto de la Iglesia como del Estado; sin
embargo, en toda cultura, es ante todo un deber de las personas que, unidas
en matrimonio, forman una determinada familia. La «paternidad y maternidad
responsables» expresan un compromiso concreto para cumplir este deber, que
en el mundo actual presenta nuevas características.
En particular, la paternidad y maternidad se refieren directamente al
momento en que el hombre y la mujer, uniéndose «en una sola carne», pueden
convertirse en padres. Este momento tiene un valor muy significativo, tanto
por su relación interpersonal como por su servicio a la vida. Ambos pueden
convertirse en procreadores, padre y madre, comunicando la vida a un nuevo
ser humano. Las dos dimensiones de la unión conyugal, la unitiva y la
procreativa, no pueden separarse artificialmente sin alterar la verdad
íntima del mismo acto conyugal.
Esta es la enseñanza constante de la Iglesia, y los « signos de los tiempos
», de los que hoy somos testigos, ofrecen nuevos motivos para confirmarlo
con particular énfasis. San Pablo, tan atento a las necesidades pastorales
de su tiempo, exigía con claridad y firmeza « insistir a tiempo y a
destiempo» (cf. 2 Tim 4,2), sin temor alguno por el hecho de que « no se
soportara la sana doctrina» (cf. 2 Tim 4,3). Sus palabras son bien conocidas
a quienes, comprendiendo profundamente las vicisitudes de nuestro tiempo,
esperan que la Iglesia no sólo no abandone «la sana doctrina», sino que la
anuncie con renovado vigor, buscando en los actuales «signos de los tiempos»
las razones para su ulterior y providencial profundización.
Muchas de estas razones se encuentran ya en las mismas ciencias que, del
antiguo tronco de la antropología, se han desarrollado en varias
especializaciones, como la biología, psicología, sociología y sus
ramificaciones ulteriores. Todas giran, en cierto modo, en torno a la
medicina, que es, a la vez, ciencia y arte (ars medica), al servicio de la
vida y de la salud de la persona. Pero las razones insinuadas aquí emergen
sobre todo de la experiencia humana que es múltiple y que, en cierto sentido,
precede y sigue a la ciencia misma. Los esposos aprenden por propia
experiencia lo que significan la paternidad y maternidad responsables; lo
aprenden también gracias a la experiencia de otras parejas que viven en
condiciones análogas y se han hecho así más abiertas a los datos de las
ciencias. Podría decirse que los «estudiosos» aprenden casi de los «esposos»,
para poder luego, a su vez, instruirlos de manera más competente sobre el
significado de la procreación responsable y sobre los modos de practicarla.
Este tema ha sido tratado ampliamente en los Documentos Conciliares, en la
Encíclica Humanae vitae, en las «Proposiciones» del Sínodo de los Obispos de
1980, en la Exhortación apostólica Familiaris Consortio, y en intervenciones
análogas, hasta la Instrucción Donum vitae de la Congregación para la
Doctrina de la Fe. La Iglesia enseña la verdad moral sobre la paternidad y
maternidad responsables, defendiéndola de las visiones y tendencias erróneas
difundidas actualmente. ¿Por qué hace esto la Iglesia? ¿Acaso porque no se
da cuenta de las problemáticas evocadas por quienes en este ámbito sugieren
concesiones y tratan de convencerla también con presiones indebidas, si no
es incluso con amenazas? En efecto, se reprocha frecuentemente al Magisterio
de la Iglesia que está ya superado y cerrado a las instancias del espíritu
de los tiempos modernos; que desarrolla una acción nociva para la humanidad,
más aún, para la Iglesia misma. Por mantenerse obstinadamente en sus propias
posiciones —se dice—, la Iglesia acabará por perder popularidad y los
creyentes se alejarán cada vez más de ella.
Pero, ¿cómo se puede sostener que la Iglesia, y de modo especial el
Episcopado en comunión con el Papa, sea insensible a problemas tan graves y
actuales? Pablo VI veía precisamente en éstos cuestiones tan vitales que lo
impulsaron a publicar la Encíclica Humanae vitae. El fundamento en que se
basa la doctrina de la Iglesia sobre la paternidad y maternidad responsables
es mucho más amplio y sólido. El Concilio lo indica ante todo en sus
enseñanzas sobre el hombre cuando afirma que él «es la única criatura en la
tierra a la que Dios ha amado por sí misma» y que «no puede encontrarse
plenamente a sí mismo sino es en la entrega sincera de sí mismo». Y esto
porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, y redimido por el Hijo
unigénito del Padre, hecho hombre por nosotros y por nuestra salvación (cf.
Redemptor hominis; Laborem exercens, 19; Carta de los derechos de la familia
de J. Pablo II).