El Concilio Vaticano II, particularmente atento al problema del hombre y
de su vocación, afirma que la unión conyugal, significada en la
expresión bíblica «una sola carne», sólo puede ser comprendida y
explicada plenamente recurriendo a los valores de la «persona» y de la «entrega».
Cada hombre y cada mujer se realizan en plenitud mediante la entrega
sincera de sí mismo; y, para los esposos, el momento de la unión
conyugal constituye una experiencia particularísima de ello. Es entonces
cuando el hombre y la mujer, en la «verdad» de su masculinidad y
feminidad, se convierten en entrega recíproca. Toda la vida del
matrimonio es entrega, pero esto se hace singularmente evidente cuando
los esposos, ofreciéndose recíprocamente en el amor, realizan aquel
encuentro que hace de los dos «una sola carne» (Gén 2,24).
Ellos viven entonces un momento de especial responsabilidad, incluso por
la potencialidad procreativa vinculada con el acto conyugal. En aquel
momento, los esposos pueden convertirse en padre y madre, iniciando el
proceso de una nueva existencia humana que después se desarrollará en el
seno de la mujer. Aunque es la mujer la primera que se da cuenta de que
es madre, el hombre con el cual se ha unido en «una sola carne» toma a
su vez conciencia, mediante el testimonio de ella, de haberse convertido
en padre. Ambos son responsables de la potencial, y después efectiva,
paternidad y maternidad. El hombre debe reconocer y aceptar el resultado
de una decisión que también ha sido suya. No puede ampararse en
expresiones como: «no sé», «no quería», «lo has querido tú». La unión
conyugal conlleva en cualquier caso la responsabilidad del hombre y de
la mujer, responsabilidad potencial que llega a ser efectiva cuando las
circunstancias lo imponen. Esto vale sobre todo para el hombre que, aun
siendo también artífice del inicio del proceso generativo, queda
distanciado biológicamente del mismo, ya que de hecho se desarrolla en
la mujer. ¿Cómo podría el hombre no hacerse cargo de ello? Es necesario
que ambos, el hombre y la mujer, asuman juntos, ante sí mismos y ante
los demás, la responsabilidad de la nueva vida suscitada por ellos.
Esta es una conclusión compartida por las ciencias humanas mismas. Sin
embargo, conviene profundizarla, analizando el significado del acto
conyugal a la luz de los mencionados valores de la «persona» y de la «entrega».
Esto lo hace la Iglesia con su constante enseñanza, particularmente con
la del Concilio Vaticano II.
En el momento del acto conyugal, el hombre y la mujer están llamados a
ratificar de manera responsable la recíproca entrega que han hecho de sí
mismos con la alianza matrimonial. Ahora bien, la lógica de la entrega
total del uno al otro implica la potencial apertura a la procreación: el
matrimonio está llamado así a realizarse todavía más plenamente como
familia. Ciertamente, la entrega recíproca del hombre y de la mujer no
tiene como fin solamente el nacimiento de los hijos, sino que es, en sí
misma, mutua comunión de amor y de vida. Pero siempre debe garantizarse
la íntima verdad de tal entrega. «Íntima» no es sinónimo de «subjetiva».
Significa más bien que es esencialmente coherente con la verdad objetiva
de aquéllos que se entregan. La persona jamás ha de ser considerada un
medio para alcanzar un fin; jamás, sobre todo, un medio de «placer». La
persona es y debe ser sólo el fin de todo acto. Solamente entonces la
acción corresponde a la verdadera dignidad de la persona.
Al concluir nuestras reflexiones sobre este tema tan importante y
delicado, deseo alentaros particularmente a vosotros, queridos esposos,
y a todos aquéllos que os ayudan a comprender y a poner en práctica la
enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio, sobre la maternidad y
paternidad responsables. Pienso concretamente en los Pastores, en tantos
estudiosos, teólogos, filósofos, escritores y periodistas, que no se
plegan al conformismo cultural dominante, dispuestos valientemente a ir
contra corriente. Mi aliento se dirige, además, a un grupo cada vez más
numeroso de expertos, médicos y educadores —verdaderos apóstoles laicos—,
para quienes promover la dignidad del matrimonio y la familia resulta un
cometido importante de su vida. En nombre de la Iglesia expreso a todos
mi gratitud. ¿Qué podrían hacer sin ellos los Sacerdotes, los Obispos e
incluso el mismo Sucesor de Pedro? De esto me he ido convenciendo cada
vez más desde mis primeros años de sacerdocio, cuando sentado en el
confesionario empecé a compartir las preocupaciones, los temores y las
esperanzas de tantos esposos. He encontrado casos difíciles de rebelión
y rechazo, pero al mismo tiempo tantas personas muy responsables y
generosas. Mientras escribo esta Carta tengo presentes a todos estos
esposos y les abrazo con mi afecto y mi oración.
Hagamos ahora objeto de nuestra meditación la virginidad y la maternidad,
como dos dimensiones particulares de la realización de la personalidad
femenina. A la luz del evangelio, adquieren la plenitud de su sentido y
de su valor en María, que como Virgen llega a ser Madre del Hijo de
Dios. Estas dos dimensiones de la vocación femenina se han encontrado y
unido en ella de modo excepcional, de manera que una no ha excluido la
otra, sino que la ha completado admirablemente. La descripción de la
anunciación en el evangelio de san Lucas indica claramente que esto
parecía imposible a la misma Virgen de Nazaret. Ella, al oír que le
dicen: "Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien
pondrás por nombre Jesús", pregunta a continuación: "¿Cómo podrá ser
esto, pues yo no conozco varón?" (Lc 1,31.34). En el orden común de las
cosas, la maternidad es fruto del recíproco "conocimiento" del hombre y
de la mujer en la unión matrimonial. María, firme en el propósito de su
virginidad, pregunta al mensajero divino, y obtiene la explicación:
"El Espíritu Santo vendrá sobre ti", tu maternidad no será consecuencia
de un "conocimiento" matrimonial, sino obra del Espíritu Santo, y "el
poder del Altísimo" extenderá su "sombra" sobre el misterio de la
concepción y del nacimiento del Hijo. Como Hijo del Altísimo, él te es
dado exclusivamente por Dios, en el modo conocido por Dios. María, por
consiguiente, ha mantenido su virginal "no conozco varón" (cf Lc 1,34) y
al mismo tiempo se ha convertido en madre. La virginidad y la maternidad
coexisten en ella, sin excluirse recíprocamente ni ponerse límites; es
más, la persona de la Madre de Dios ayuda a todos -especialmente a las
mujeres- a vislumbrar el modo en que estas dos dimensiones y estos dos
caminos de la vocación de la mujer, como persona, se explican y se
completan recíprocamente (cf. Redemptor hominis; Laborem exercens, 19;
Carta de los derechos de la familia de J. Pablo II).