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Matrimonio, paternidad y maternidad II
 
Autor
Camilo Valverde Mudarra

El Concilio Vaticano II, particularmente atento al problema del hombre y de su vocación, afirma que la unión conyugal, significada en la expresión bíblica «una sola carne», sólo puede ser comprendida y explicada plenamente recurriendo a los valores de la «persona» y de la «entrega». Cada hombre y cada mujer se realizan en plenitud mediante la entrega sincera de sí mismo; y, para los esposos, el momento de la unión conyugal constituye una experiencia particularísima de ello. Es entonces cuando el hombre y la mujer, en la «verdad» de su masculinidad y feminidad, se convierten en entrega recíproca. Toda la vida del matrimonio es entrega, pero esto se hace singularmente evidente cuando los esposos, ofreciéndose recíprocamente en el amor, realizan aquel encuentro que hace de los dos «una sola carne» (Gén 2,24).

Ellos viven entonces un momento de especial responsabilidad, incluso por la potencialidad procreativa vinculada con el acto conyugal. En aquel momento, los esposos pueden convertirse en padre y madre, iniciando el proceso de una nueva existencia humana que después se desarrollará en el seno de la mujer. Aunque es la mujer la primera que se da cuenta de que es madre, el hombre con el cual se ha unido en «una sola carne» toma a su vez conciencia, mediante el testimonio de ella, de haberse convertido en padre. Ambos son responsables de la potencial, y después efectiva, paternidad y maternidad. El hombre debe reconocer y aceptar el resultado de una decisión que también ha sido suya. No puede ampararse en expresiones como: «no sé», «no quería», «lo has querido tú». La unión conyugal conlleva en cualquier caso la responsabilidad del hombre y de la mujer, responsabilidad potencial que llega a ser efectiva cuando las circunstancias lo imponen. Esto vale sobre todo para el hombre que, aun siendo también artífice del inicio del proceso generativo, queda distanciado biológicamente del mismo, ya que de hecho se desarrolla en la mujer. ¿Cómo podría el hombre no hacerse cargo de ello? Es necesario que ambos, el hombre y la mujer, asuman juntos, ante sí mismos y ante los demás, la responsabilidad de la nueva vida suscitada por ellos.

Esta es una conclusión compartida por las ciencias humanas mismas. Sin embargo, conviene profundizarla, analizando el significado del acto conyugal a la luz de los mencionados valores de la «persona» y de la «entrega». Esto lo hace la Iglesia con su constante enseñanza, particularmente con la del Concilio Vaticano II.

En el momento del acto conyugal, el hombre y la mujer están llamados a ratificar de manera responsable la recíproca entrega que han hecho de sí mismos con la alianza matrimonial. Ahora bien, la lógica de la entrega total del uno al otro implica la potencial apertura a la procreación: el matrimonio está llamado así a realizarse todavía más plenamente como familia. Ciertamente, la entrega recíproca del hombre y de la mujer no tiene como fin solamente el nacimiento de los hijos, sino que es, en sí misma, mutua comunión de amor y de vida. Pero siempre debe garantizarse la íntima verdad de tal entrega. «Íntima» no es sinónimo de «subjetiva». Significa más bien que es esencialmente coherente con la verdad objetiva de aquéllos que se entregan. La persona jamás ha de ser considerada un medio para alcanzar un fin; jamás, sobre todo, un medio de «placer». La persona es y debe ser sólo el fin de todo acto. Solamente entonces la acción corresponde a la verdadera dignidad de la persona.

Al concluir nuestras reflexiones sobre este tema tan importante y delicado, deseo alentaros particularmente a vosotros, queridos esposos, y a todos aquéllos que os ayudan a comprender y a poner en práctica la enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio, sobre la maternidad y paternidad responsables. Pienso concretamente en los Pastores, en tantos estudiosos, teólogos, filósofos, escritores y periodistas, que no se plegan al conformismo cultural dominante, dispuestos valientemente a ir contra corriente. Mi aliento se dirige, además, a un grupo cada vez más numeroso de expertos, médicos y educadores —verdaderos apóstoles laicos—, para quienes promover la dignidad del matrimonio y la familia resulta un cometido importante de su vida. En nombre de la Iglesia expreso a todos mi gratitud. ¿Qué podrían hacer sin ellos los Sacerdotes, los Obispos e incluso el mismo Sucesor de Pedro? De esto me he ido convenciendo cada vez más desde mis primeros años de sacerdocio, cuando sentado en el confesionario empecé a compartir las preocupaciones, los temores y las esperanzas de tantos esposos. He encontrado casos difíciles de rebelión y rechazo, pero al mismo tiempo tantas personas muy responsables y generosas. Mientras escribo esta Carta tengo presentes a todos estos esposos y les abrazo con mi afecto y mi oración.

Hagamos ahora objeto de nuestra meditación la virginidad y la maternidad, como dos dimensiones particulares de la realización de la personalidad feme­nina. A la luz del evangelio, adquieren la plenitud de su sentido y de su valor en María, que como Virgen llega a ser Madre del Hijo de Dios. Estas dos dimensio­nes de la vocación femenina se han encontrado y unido en ella de modo excepcional, de manera que una no ha excluido la otra, sino que la ha completado admirable­mente. La descripción de la anunciación en el evange­lio de san Lucas indica claramente que esto parecía imposible a la misma Virgen de Nazaret. Ella, al oír que le dicen: "Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús", pre­gunta a continuación: "¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?" (Lc 1,31.34). En el orden común de las cosas, la maternidad es fruto del recíproco "co­nocimiento" del hombre y de la mujer en la unión matrimonial. María, firme en el propósito de su virgi­nidad, pregunta al mensajero divino, y obtiene la ex­plicación: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti", tu ma­ternidad no será consecuencia de un "conocimiento" matrimonial, sino obra del Espíritu Santo, y "el poder del Altísimo" extenderá su "sombra" sobre el misterio de la concepción y del nacimiento del Hijo. Como Hijo del Altísimo, él te es dado exclusivamente por Dios, en el modo conocido por Dios. María, por consiguiente, ha mantenido su virginal "no conozco varón" (cf Lc 1,34) y al mismo tiempo se ha convertido en madre. La virginidad y la maternidad coexisten en ella, sin excluirse recíprocamente ni ponerse límites; es más, la persona de la Madre de Dios ayuda a todos -especialmente a las mujeres- a vislumbrar el modo en que estas dos dimensiones y estos dos caminos de la vocación de la mujer, como persona, se explican y se completan recí­procamente (cf. Redemptor hominis; Laborem exercens, 19; Carta de los derechos de la familia de J. Pablo II).

 
 Fuente:

autorescatolicos.org

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