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Matrimonio santificado en y por Cristo
 
Autor
Camilo Valverde Mudarra

Todos los hombres están llamados a la santidad. Para alcanzarla, existen muchos caminos; en la casa del padre hay muchas moradas. El matrimonio es una de las vías a través del amor, que participa en Dios. San Juan así lo expresa: “Deus Charitas est” (1 Jn 4,8). El amor santifica al cristiano y, por lo mismo, santifica el matrimonio. Tras el sacramento, también, santifica a los esposos, pasa del uno al otro, en la corriente de amor que los une en la unidad. De ahí que Jesús quiso comenzar su ministerio en las bodas de Caná. Es que el amor conyugal halla su entronque en el amor de Cristo; todo el amor de los esposos forma un vínculo con el amor de Jesucristo, vehículo de la gracia. La unión con Él hace a los esposos medio de gracia y de santificación mutua. La atención continua, la dádiva y la entrega del uno hacia el otro son no ya signos de amor humano sino expresión eficiente del amor de Dios y, por ello, de gracia. Así, el amor de los cónyuges presencializa el amor que Dios les tiene. Tú eres mío y yo soy tuya, mi amor patentiza el amor divino.
         El matrimonio cristiano ofrece perspectivas eficaces y asideros consistentes en su andadura; el amor participante en el de Dios no es ni puede ser fluctuante ni caprichoso. La Caridad, dice San pablo, “es eterna”, por tanto, el amor matrimonial, fluido y emanación del de Cristo, es eterno (1 Cor 13); la fidelidad no es una exigencia, es una consecuencia; el amaos hasta que la muerte os separe se entiende en el contexto del amor matrimonial unido al amor de Cristo del que no se desgaja, no puede rehuirse. Jesucristo no retracta su amor; el matrimonio, tampoco, puede desprenderse del amor que Él nos tiene y ha puesto en cada uno de nosotros. Aquí radica la importancia del noviazgo, ese periodo especialmente concedido para establecer lazos, entenderse y comprenderse, estudiar los aciertos y defectos, las virtudes y los desvíos que apuntan y se descubren con la observación. No se han de dejar cegar por el impulso amoroso, se ha de estudiar el fondo y las inclinaciones, para cerciorarse bien antes de dar el paso. Es mejor cortar y podar a tiempo que cerrar los ojos y romper luego el enlace, cuando la realidad se hace patente, dolorosa y traumática por actuar con ligereza y obnubilación. Jesucristo, que nos ama y conoce, sabe de nuestra sinceridad e intenciones, inspira y apoya nuestras decisiones, nuestra libertad, nuestra entrega; avala la dádiva y sostiene la voluntad de la oferta.
         La fidelidad ennoblece el matrimonio y sustenta el amor. Mantenerse fiel es signo de honradez y fortaleza, la limpieza que salvaguarda la exclusiva donación y dignidad del ser amado, presente en nuestra vida íntima por una especialísima elección que tuvo lugar entre numerosas posibilidades. Tal elección hay que renovarla a diario con un amor también exclusivo, sin mancharlo, sin degradarlo; se debe huir de ocasiones y ahuyentar los estorbos. Ya San Agustín indica el peligroso camino que conduce a la perdición: salta primero una chispa, la afección que atrayente invita; después, vienen las convergencias casuales con miradas, vistazos y roces frecuentes. Llegan luego los encuentros concertados y secretos, cuya paulatina intensidad, va anudando el afecto y la indiscreción. Pasan a los detalles y regalos, hasta que, al fin, destrozando su vida conyugal, se produce la entrega total y definitiva. Este proceso sólo se impide con la huida, con la corta y la poda inmediata desde el inicio. Exige dejar las salidas personales, desterrar amistades incoherentes y perniciosas, diversiones en solitario y distracciones que desvían del hogar y de la familia. El matrimonio debe salir y entrar conjuntamente; evitar las divagaciones y la falta de claridad que indican la ruina y la destrucción de la unidad matrimonial. Han de afincarse en cuidar y regar la plantita del verdadero amor y del auténtico matrimonio; los esposos, con sentido común, no deben permitir que nadie destroce su vida conyugal que es sagrada, el entronque tan hermoso y delicado para ellos. Cuando se halla un tesoro valioso, como expone Jesús en la parábola, se adquiere a toda costa y se defiende y posee para siempre; no se permite dejarlo y perderlo.
         El sacramento del matrimonio cristiano ha de cuidar también escrupulosamente todos los factores humanos del amor en su doble espacio el físico y el espiritual. Los aspectos espirituales se sustentan en la parte física. El matrimonio ha de avivar y cuidar con intensidad el plano del amor humano, de la convivencia, de la sexualidad, del respeto mutuo, y reservar su intimidad, de lo contrario lo expone a los vendavales nocivos que vienen a destruirlo y arrasarlo. Siendo el amor de Jesucristo la raíz del matrimonio, es preciso que Cristo y su doctrina sean el centro de su vida conyugal y el fundamento de toda su conducta. Los esposos aglutinados en la unidad de su abrazo han de robustecer su amor infundiéndose del amor de Jesús, amar y amarse en Él y con Él. En este ambiente materialista y hedonista, en que el matrimonio se ataca, denosta y ridiculiza con modismos y fórmulas efímeras, vacías e inconsistentes, es perentorio y necesario revestirse de fortaleza, afirmar y resaltar el valor perenne del matrimonio cristiano en toda su hermosura y esencial relevancia. Reforzando a diario su unión sin dejarse intimidar, mostrarán convencidos la objetividad real de su matrimonio que los provee de felicidad y perseverancia y los estimula a trabajar con entusiasmo y a luchar por la fidelidad, la confianza y la dedicación, incluso contra las adversidades tiene la vida.
         El sacramento
del matrimonio sustenta el amor de los esposos en el amor de Cristo; deben fundar su unión en la presencia constante de Cristo, que los vocaciona a vivir en relación íntima con el que se entregó y amó “hasta el fin”. Su amor humano no tendrá consistencia sin el Esposo, sin el amor del que amó primero y “usque ad mortem”, hasta el extremo. Únicamente, viviendo en tal amor, en este ‘enorme misterio’ los esposos pueden amar ‘hasta el final’, para siempre, perpetuamente; de lo contrario, no sabrán  verdaderamente lo que es el amor en sus radicales exigencias. La perseverancia en el amor es, pues, una gracia, un don de Dios. Regalo que provee el matrimonio de una dimensión mucho más profunda y firme; a la vez que trasmite una energía particular para mantener vivo el amor y mantenerse vivos en su amor práctico y cotidiano.
         El amor es el misterio cristiano que se inserta en la verdad humana. El amor entronca en Dios, destino único y definitivo del ser humano y lo une y hunde en el amor de Jesucristo que lo diviniza.
 

 
 Fuente:

autorescatolicos.org

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