Todos los hombres están llamados a
la santidad. Para alcanzarla, existen muchos caminos; en la casa del
padre hay muchas moradas. El matrimonio es una de las vías a través del
amor, que participa en Dios. San Juan así lo expresa: “Deus Charitas est”
(1 Jn 4,8). El amor santifica al cristiano y, por lo mismo, santifica el
matrimonio. Tras
el sacramento,
también, santifica a los esposos, pasa del uno al otro, en la corriente
de amor que los une en la unidad. De ahí que Jesús quiso comenzar su
ministerio en las bodas de Caná. Es que el amor conyugal halla su
entronque en el amor de Cristo; todo el amor de los esposos forma un
vínculo con el amor de Jesucristo, vehículo de la gracia. La unión con
Él hace a los esposos medio de gracia y de santificación mutua. La
atención continua, la dádiva y la entrega del uno hacia el otro son no
ya signos de amor humano sino expresión eficiente del amor de Dios y,
por ello, de gracia. Así, el amor de los cónyuges presencializa el amor
que Dios les tiene. Tú eres mío y yo soy tuya, mi amor patentiza el amor
divino.
El matrimonio cristiano
ofrece perspectivas eficaces y asideros consistentes en su andadura; el
amor participante en el de Dios no es ni puede ser fluctuante ni
caprichoso. La Caridad, dice San pablo, “es eterna”, por tanto, el amor
matrimonial, fluido y emanación del de Cristo, es eterno (1 Cor 13); la
fidelidad no es una exigencia, es una consecuencia; el amaos hasta que
la muerte os separe se entiende en el contexto del amor matrimonial
unido al amor de Cristo del que no se desgaja, no puede rehuirse.
Jesucristo no retracta su amor; el matrimonio, tampoco, puede
desprenderse del amor que Él nos tiene y ha puesto en cada uno de
nosotros. Aquí radica la importancia del noviazgo, ese periodo
especialmente concedido para establecer lazos, entenderse y
comprenderse, estudiar los aciertos y defectos, las virtudes y los
desvíos que apuntan y se descubren con la observación. No se han de
dejar cegar por el impulso amoroso, se ha de estudiar el fondo y las
inclinaciones, para cerciorarse bien antes de dar el paso. Es mejor
cortar y podar a tiempo que cerrar los ojos y romper luego el enlace,
cuando la realidad se hace patente, dolorosa y traumática por actuar con
ligereza y obnubilación. Jesucristo, que nos ama y conoce, sabe de
nuestra sinceridad e intenciones, inspira y apoya nuestras decisiones,
nuestra libertad, nuestra entrega; avala la dádiva y sostiene la
voluntad de la oferta.
La fidelidad ennoblece el
matrimonio y sustenta el amor. Mantenerse fiel es signo de honradez y
fortaleza, la limpieza que salvaguarda la exclusiva donación y dignidad
del ser amado, presente en nuestra vida íntima por una especialísima
elección que tuvo lugar entre numerosas posibilidades. Tal elección hay
que renovarla a diario con un amor también exclusivo, sin mancharlo, sin
degradarlo; se debe huir de ocasiones y ahuyentar los estorbos. Ya San
Agustín indica el peligroso camino que conduce a la perdición: salta
primero una chispa, la afección que atrayente invita; después, vienen
las convergencias casuales con miradas, vistazos y roces frecuentes.
Llegan luego los encuentros concertados y secretos, cuya paulatina
intensidad, va anudando el afecto y la indiscreción. Pasan a los
detalles y regalos, hasta que, al fin, destrozando su vida conyugal, se
produce la entrega total y definitiva. Este proceso sólo se impide con
la huida, con la corta y la poda inmediata desde el inicio. Exige dejar
las salidas personales, desterrar amistades incoherentes y perniciosas,
diversiones en solitario y distracciones que desvían del hogar y de la
familia. El matrimonio debe salir y entrar conjuntamente; evitar las
divagaciones y la falta de claridad que indican la ruina y la
destrucción de la unidad matrimonial. Han de afincarse en cuidar y regar
la plantita del verdadero amor y del auténtico matrimonio; los esposos,
con sentido común, no deben permitir que nadie destroce su vida conyugal
que es sagrada, el entronque tan hermoso y delicado para ellos. Cuando
se halla un tesoro valioso, como expone Jesús en la parábola, se
adquiere a toda costa y se defiende y posee para siempre; no se permite
dejarlo y perderlo.
El sacramento del matrimonio
cristiano ha de cuidar también escrupulosamente todos los factores
humanos del amor en su doble espacio el físico y el espiritual. Los
aspectos espirituales se sustentan en la parte física. El matrimonio ha
de avivar y cuidar con intensidad el plano del amor humano, de la
convivencia, de la sexualidad, del respeto mutuo, y reservar su
intimidad, de lo contrario lo expone a los vendavales nocivos que vienen
a destruirlo y arrasarlo. Siendo el amor de Jesucristo la raíz del
matrimonio, es preciso que Cristo y su doctrina sean el centro de su
vida conyugal y el fundamento de toda su conducta. Los esposos
aglutinados en la unidad de su abrazo han de robustecer su amor
infundiéndose del amor de Jesús, amar y amarse en Él y con Él. En este
ambiente materialista y hedonista, en que el matrimonio se ataca,
denosta y ridiculiza con modismos y fórmulas efímeras, vacías e
inconsistentes, es perentorio y necesario revestirse de fortaleza,
afirmar y resaltar el valor perenne del matrimonio cristiano en toda su
hermosura y esencial relevancia. Reforzando a diario su unión sin
dejarse intimidar, mostrarán convencidos la objetividad real de su
matrimonio que los provee de felicidad y perseverancia y los estimula a
trabajar con entusiasmo y a luchar por la fidelidad, la confianza y la
dedicación, incluso contra las adversidades tiene la vida.
El sacramento
del matrimonio sustenta el amor de
los esposos en el amor de Cristo; deben fundar su unión en la presencia
constante de Cristo, que los vocaciona a vivir en relación íntima con el
que se entregó y amó “hasta el fin”. Su amor humano no tendrá
consistencia sin el Esposo, sin el amor del que amó primero y “usque ad
mortem”, hasta el extremo. Únicamente, viviendo en tal amor, en este
‘enorme misterio’ los esposos pueden amar ‘hasta el final’, para
siempre, perpetuamente; de lo contrario, no sabrán verdaderamente lo
que es el amor en sus radicales exigencias. La perseverancia en el amor
es, pues, una gracia, un don de Dios. Regalo que provee el matrimonio de
una dimensión mucho más profunda y firme; a la vez que trasmite una
energía particular para mantener vivo el amor y mantenerse vivos en su
amor práctico y cotidiano.
El amor es el misterio
cristiano que se inserta en la verdad humana. El amor entronca en Dios,
destino único y definitivo del ser humano y lo une y hunde en el amor de
Jesucristo que lo diviniza.